sábado, 4 de mayo de 2013

EL SAGRADO MISTERIO DE LA COOPERACIÓN.




Vivir con otro es compartir una atmósfera de enseñanza

y de aprendizaje en la que se resuelve un misterio esencial de la vida.

Hay, como hemos visto, desacuerdos que se manifiestan en nuestro interior: una parte de mí rechaza mi aspecto vergonzoso, o mi aspecto temeroso, o mi aspecto ingenuo, o mi aspecto manipulador, o mi aspecto desvalorizado; y esto se expresa como cuando digo: “No me soporto” “Estoy enfadada conmigo misma” y demás. Esos desacuerdos no se eliminan por sometimiento o exclusión de la parte cuestionada, sino mediante una metamorfosis sólo posible a partir de la acción de una energía asistencial e instrumentadora. Un cambio de patrones internos que da nacimiento a un nuevo modelo de interacción, de auto-aceptación, de aprendizaje.

Lo mismo ocurre con los conflictos interpersonales. En la vida con otro no es el temor, el control, la ira, la agresión, la vergüenza, la descalificación, la intimidación o el ocultamiento lo que resuelve un desacuerdo. Las ideas generadoras de desavenencias pueden sintetizarse así:

- Hay algo que tienes y que yo desearía tener y no tengo –paciencia, libertad, coraje, amigos, empatía, sensibilidad, desprendimiento, seducción etc.

- Miras la vida de una manera diferente a la mía.

- Quieres algo distinto de lo que yo quiero.

- Actúas de una manera en la que yo no puedo hacerlo.

- No actúas como yo lo haría en tu lugar.

Estas frase son claras e ilustrativas, que cuando aparecen, conscientes o no, generan conflictos. La madre de todas es “Quiero que seas diferente de cómo eres”. En consecuencia, las actitudes pueden ser de control, para ver si puede conseguir de la persona eso que se quiere. Sustituir, ya que no haces las cosas que se esperan, hacerlas en su lugar. Amedrentar, a ver si con amenazas consigue cambiar a la persona. Manipular, para torcer deseos, actos o sentimientos. Culpabilizar, para que eso que no haces, ni sientes, ni pienses, le mortifiquen por lo que provoca en la otra persona.

Ninguna de estas reacciones resuelve un desacuerdo, ni genera aprendizaje, ni permite zanjar situaciones de un modo trascendente. Frente a este panorama, hay poderosas preguntas que armonizan y dan recursos:

1. ¿Cómo puedo desarrollar en mí aquello que veo en ti y que me atrae y valoro? ¿Qué necesito para ello?

2. ¿Cómo puedo ayudarte para que tengas de mí aquello que quiero o necesito que tengas?

Estos interrogantes, tienen una maravillosa cualidad organizadora, armonizadora e instrumentadora. Dan sentido, dirección, propósito. Permiten ver el vínculo desde un lugar que ya no es un campo de batalla donde uno está destinado a salir vencedor y el otro condenado a terminar derrotado.

La pareja puede ser a partir de esta idea, un espacio sanador. Como dice el pensador Sam Keen: “Puede ser el mejor hospital donde reponerse de antiguas heridas”. ¿Reponerse, sanar para qué? Para construir, para sembrar, para fecundar. Comprenderlo y vivirlo así cambia nuestros paradigmas. Vivimos en una cultura que nos ha contagiado con un virus fatal: los opuestos. Blanco o negro, bien o mal, hombre o mujer, cuerpo o mente, vida o muerte, ganar o perder, todo o nada, sexo o amor. Mientras veamos la existencia bajo ese prisma, estaremos sometidos a un juego de poder. El blanco es blanco y el negro es negro. Entre ellos hay una gama amplísima. En el juego de poder, tanto caiga la aguja hacia un lado o hacia el otro, lo más seguro sea que el resultado sea empobrecedor, que se haya llegado a él por exclusiones, supresiones, eliminaciones.

El virus de los opuestos distorsiona nuestra percepción de la vida y de los vínculos. Nos lleva a creer que, en una relación –en cualquiera, ya se trate de una pareja, de padres e hijos, de amigos, socios, compañeros de trabajo…-, es inevitable someterse a él y, por supuesto, tratar de ganarlo. El otro no es el compañero de una construcción, es el obstáculo que hay que vencer, el rival que hay que someter. Y eso mismo somos para él.

Carl Jung dijo: “Donde hay amor no hay poder, donde hay poder no hay amor”. El nuevo paradigma amoroso se funda en la idea de que vivir con otro no es convivir en un campo de batalla por el poder, sino en un espacio de siembra y construcción. El amor genera amor, cuanto más amorosamente nos tratemos los convivientes el uno al otro, más memoria, más energía, más reserva de amor generaremos.

Si compartimos esta visión, no habrá riesgos de que me devores si me entrego, no correrás peligro de que yo te someta para conseguirte. Si reconocemos la legitimidad de nuestras necesidades, podremos asistirnos de un modo transformador, porque, como dice Norberto Levy: “Todo ser vivo que recibe lo que necesita se transforma”.

Al vivir con otro, somos seres vivos que formamos una pareja viva. No nos hemos encontrado para protagonizar una lucha por sobrevivir. El sentido del encuentro es cooperar para vivir. Somos creadores y participantes de una ceremonia existencial durante la cual cada uno aprenderá a reconocer aquello de sí mismo que está presente en el otro y aquello del otro que hay en sí mismo. Entonces, únicos e incompletos, irremplazables y presentes, comprenderemos que vivir con otro es la oportunidad de experimentar el todo.

Ése es, en mi creencia, el gran aprendizaje que hay que realizar, el maravilloso misterio existencial que hay que resolver.




“Yo soy yo, Tú eres Tú 

Tú haces lo Tuyo, Yo hago lo Mío 

Yo no vine a este mundo para vivir 

De acuerdo a tus expectativas 

Tú no viniste a este mundo para vivir 

De acuerdo con mis expectativas 

Yo hago mi vida, 

Tú haces la tuya 

Si coincidimos, será maravilloso

Si no, no hay nada que hacer.”



Fritz S. PerlsL (1893-1970)



Autora:

Arantza Larraza.

Vivir con otro no significa sufrir con otro.



Según un viejo refrán, es mejor estar solo que mal acompañado. No todos los refranes son sabios. Algunos son sólo ingeniosos, otros contradictorios y hasta hay ciertos dichos verdaderamente temibles – por ejemplo: “el pueblo nunca se equivoca.” “Mejor solo que mal acompañado es, a mi juicio, un refrán sabio, que ha sido desvirtuado hasta el punto en el que hoy muchas personas lo convierten, a través de sus actitudes y decisiones, en “mejor mal acompañado que solo”. Por lo que observo, escucho y percibo, hay pocas fuentes tan poderosas de sufrimiento como un vínculo

inadecuado y disfuncional. Durante sucesivas generaciones, ese tipo de lazos se sufrió sin conciencia o sin derecho –interno y externo- a manifestar el dolor, el resentimiento, la postergación, la ira o, finalmente, la infelicidad que causaba. “Hasta que la muerte nos separe”, rezaba la faja de seguridad que impedía cuestionar una relación, su dinámica, su existencia.

Esto era el fruto lógico de una ideología según la cual la razón última de una pareja no era la realización amorosa de sus integrantes, sino el cumplimiento con cierta formalidad que protegiera otros objetivos y mandatos, como mantener el orden social, asegurar el destino de los patrimonios familiares y garantizar la descendencia y continuidad de la especie. De amor, claro está, ni hablar. Y de elegir, todavía menos.

En este contexto, el amor era un ideal a menudo subversivo. Cuando se filtraba, alteraba el orden y provocaba tragedias. La imposibilidad del amor, sus obstáculos, se fueron convirtiendo en valores. Por una parte se creó la idea de que, sólo avalado por la imposibilidad y el sufrimiento, un amor era verdadero y grande; por otro lado, un amor de ese tipo tenía siempre un precio que pagar. Así, el engranado funcionamiento de un sistema de valores, convirtió el encuentro amoroso, el amor como savia de los vínculos, en una lejana y, con frecuencia, dolorosa utopía.

Este paradigma echó raíces en la conciencia colectiva hasta tal punto que todavía hoy se considera vigente. Hay una cantidad de hombres y mujeres empecinados en la consagración de un ideal amoroso a través de la pareja inadecuada. Sufren maltratos físicos o emocionales, menosprecios, desvalorizaciones, son ignorados, desatendidos, ridiculizados y, aun así, persisten. Están convencidos de que el otro/la otra va a cambiar, y que un día despertará y será la persona que, con sus actos, palabras, gestos, pensamientos y actitudes, los hará felices tal y como sueñan. O, saben que su esperanza es inútil, pero, de todas las maneras, no se conciben a sí mismos sin esa amplía e ilumina el mundo, se convierte en una especie de monocultivo pobre y oscuro.

En un tiempo que se supone distinto al de nuestros padres y abuelos, en épocas de una muy valorizada libertad interior y personal, nos encontramos con personas prisioneras de una concepción precaria del amor. Hay una confusión en ellas entre el amor como fin, y el medio a través del cual concretar dicho fin. De esta manera, lo que empieza siendo una búsqueda de la felicidad termina en el encuentro de la infelicidad. Hay quienes lo llaman karma, destino o enfermedad. Es una forma precaria e infructuosa de alcanzar un objetivo noble: el de amar y ser amado. Y los conceptos antes mencionados logran, en este caso, hacer olvidar ese objetivo, valorizarlo o descalificarlo. Es un modo de anular el amor, como en generaciones precedentes, aunque esta vez en nombre de él mismo. Mi necesidad válida de amar y ser amado me lleva a estar con alguien en quien no puedo sembrar amor y de quien no lo recibo.

Cuando las diferencias antagónicas o incompatibles son las que predominan en la pareja, lo más inteligente, antes que persistir en unir lo que no se une, es buscar un modo resolutivo de separarse. Disolver el vínculo de tal manera que cada ex-integrante quede de frente a su propia búsqueda, a su camino, sin olvidar, que hay muchos caminos. Esto es mejor que, quedar anclado en resentimientos, en reproches amontonados hacia aquella persona que no pudo, no supo o no quiso ser el que debía ser para que las cuentas amorosas cuadraran.

Aunque cueste aceptarlo, no hay una persona que le destruye los sueños o le roba e tiempo o le hace perder los mejores años de su vida a otra. Pero lo cierto es que los acuerdos o los desacuerdos se forjan con otro. El que acusa de ladrón, de destructor o de arruinador, acaso necesite preguntarse qué hacía él/ella mientras tanto. ¿No estaba allí? Esto no es para flagelarse, sino para convertirlo en una experiencia de aprendizaje y de transformación futura. “Mejor bien acompañado que solo en compañía”.

El transcurso de separarse, con lo que tiene de doloroso, puede ser un proceso de potenciación y preparación de recursos emocionales y existenciales, para encarar mejor asentado y centrado los próximos pasos de la vida.

Si se puede resolver con este espíritu, una separación acaso brinde a dos personas que no pudieron encontrar el modo de estar juntas, la reparadora oportunidad de ser cooperativos en la despedida. Cada uno puede ayudar al otro a internarse en un camino de recuperación y de reencuentro consigo, de reorientación en sus objetivos vitales.

Ayudarse en la despedida –en vez de provocar en el otro/a heridas póstumas o de dañarlo para que nunca se olvide de mí-, actuar desinteresadamente en un proceso compartido es, también, un acto de amor. Quizás el único, o el último, posible entre esas dos personas.




Autora:

Arantza Larraza.



VIVIR CON OTRO ES EXPERIMENTAR, JUNTOS, LA LIBERTAD DE NO ESTAR A TADOS A UN MANDATO.





Cuando dos personas se conocen y se atraen, se asoman el uno al misterio del otro con una preciosa carga de fantasías, deseos, inquietudes e ilusiones, y con muy poca certeza de quién es ese otro. Sea por el sueño de tener hijos y, la otra persona lo deja en un segundo plano o porque uno de los miembros no se decide por la convivencia ante el desespere de su pareja o por un proyecto de trabajo, que requiere un cambio de país.

Es habitual que la aparición de otra persona en nuestra vida nos induzca a la creencia de que esa persona será la encargada de desempeñar un rol preasignado en nuestros sueños o proyectos.

Vivir con otro es formar parte de un equipo y que es un camino antes que un punto de llegada. Es natural y hasta necesario que yo sueñe, mientras estoy sola, con un tipo de convivencia y con sus circunstancias. Son sueños orientativos, me dan información acerca de cómo mi vida. Es un mapa de mi viaje afectivo. Cuando me encuentro con otro real, en una concurrencia de cuerpos y almas, estaré en el territorio tal cual es, con sus dimensiones, topografía y características reales. Entonces cabrán dos actitudes: o trato de adaptar el territorio al mapa o, sigo creyendo en la validez

del viaje, y adapto mi mapa al territorio hasta crear un nuevo mapa, actualizando mi vida y mis vínculos. Nos transformamos la otra persona y yo, en cartógrafos de nuestra vivencia amorosa compartida.

Al empezar la exploración del misterio, dos personas que empiezan esa vivencia no suelen hablar de cuántos hijos tendrán y de cómo los educaran, ni cómo organizar esa vida. Estarían ignorando al otro, considerándolo una simple herramienta y perdiendo la maravillosa experiencia del descubrimiento, el conocimiento y el encuentro.

Los hijos, los lugares donde transcurrirá la vida, los modos de esa vida, las diversas metas (materiales, familiares, vinculares, vocacionales, espirituales…) de nuestro trayecto común no deberían ser puntos de partida para la convivencia, sino sucesivos, naturales y fluyentes puntos de maduración. Los hijos no van a unirnos: en todo caso serán fruto de nuestro estar unidos. El lugar donde viviremos por sí solo no va hacernos felices; pero el modo en que vivamos, en que nos respetemos, en que nos alentemos, en que construyamos nuestra confianza y nuestra intimidad, será esencial para nuestra felicidad, vivamos donde vivamos. No empezamos amándonos: culminamos nuestro camino en el amor. Llegamos al amor juntos.

El amor no exige resultados. El amor riega, cuida, y acompaña en los procesos. El amor no pide hijos, ni éxitos, ni prestigio, ni abundancia material, ni rostros contentos a nuestro alrededor como certificado de su existencia.

Vivir con otro, es abrir los horizontes y no cerrarlos en torno a requisitos previos; hacer mapas mientras se camina, en lugar de caminar dentro de los estrechos límites de un mapa –ya sea el de los mandatos, el de los deberes o el de las expectativas que otros descargan en nosotros.

Se trata de no quedar atrapados en los planes que construimos para el otro antes de conocerlo o en los el otro tenía asignados para quien estuviera en el sitio en el que ahora estamos. Vamos a proponernos el vínculo de florecer y dar frutos propios. Y darlos maduros, en la estación que corresponde. Es más que probable que una relación de buen amor dé frutos de una convivencia, de un tránsito, de una historia, de lo vivido, de lo gestado. No te amo por lo que serás ni por lo que deberías ser, sino por lo que eres.

No es lo previsible ni lo anhelado lo que nos provoca contrariedad. Cuando una persona se lamenta por el desarrollo de su relación con otra, cuando protesta, lo que en verdad quiere –aunque no sepa formularlo claramente- es que el otro sea distinto de como es, que cambie. En ocasiones la disconformidad se relaciona con un aspecto específico del otro. A veces es más extendida.

Nuestras relaciones afectivas comprenden, al menos, cuatro niveles de interacción. Uno de esos niveles es el de las coincidencias, aquel en el cual nos adaptamos el al otro con simplicidad y naturalidad, como si hubiéramos estado destinados desde siempre a encontrarnos y convivir. En este nivel no hay discordia ni desacuerdo.

Otro nivel es el de las diferencias complementarias, y engloba aquellas divergencias que, lejos de generar malestar y disconformidad, enriquecen el espacio común. Un ejemplo es el de una pareja en la que uno ama la jardinería y aborrece cocinar, y el otro disfruta de la cocina pero detesta tener que cuidar de las plantas. Esa pareja siempre comerá bien, y lo hará en una casa embellecida por una saludable vegetación. Entre dos personas se pueden encontrar innumerables manifestaciones de esta complementación, tanto materiales como espirituales, domésticas como sociales, íntimas como públicas.

Un tercer nivel es el de las diferencias acordables, que incluye aquellas discrepancias que pueden generar un espacio de trabajo, transformación y consolidación para la pareja. Es lo que ocurre cuando una persona siente que la otra toma decisiones unilaterales que la dejan fuera y la hacen sentirse avasallada e ignorada. Si el otro reconoce esa característica de sí mismo y, a su vez, quiere cambiarla porque ve que lo afecta en su relación de pareja y en otros aspectos de su vida, la desavenencia se convierte en un punto de partida para un trabajo común. Por supuesto, el avasallador será el eje de ese proceso, él realizará su proceso interior de transformación; sin embargo, tendrá en su pareja a un asistente dispuesto y accesible cuando necesite añadir herramientas externas a las internas. Cuando esta dinámica de reforma a partir de una divergencia se hace habitual en la pareja, se convierte en un campo de poderosa fertilidad. Sus frutos se alimentaran y fortalecerán constantemente la convivencia. Es natural que entre dos personas –distintas de por sí-

se vayan registrando, como parte de la vivencia común, diferencias y asimetrías que molestan, que disgustan o que crean malestar. En tanto haya instrumentos y predisposición para trabajar en su armonización, esas diferencias no significarán el fin ni la ruptura de algo, sino su enraizamiento a través de una tarea amorosa. Es un arte cuyo aprendizaje requiere de dos presencias, de dos voluntades armonizadoras, de dos actitudes comprometidas.

Los tres niveles que he descrito son estadios naturales de una relación. Basta una mirada atenta, una auto-percepción cuidadosa, para detectarlos en acción.

El cuarto nivel, a diferencia de los tres anteriores, no es universal ni inherente al hecho de convivir. Se trata de las diferencias antagónicas o incompatibles. Incluyo en este nivel las escalas de valores, las perspectivas existenciales, los proyectos de vida. Un torturador y un defensor de los derechos humanos, un industrial que no tiene remordimientos a destruir bosques para obtener insumos y un defensor del medio ambiente, alguien que cree que el fin justifica los medios y otro que jamás apelaría a determinados medios aunque se trate del fin más preciado, una persona que tiene la firme y fundada decisión de no tener hijos y otra que ve en la maternidad o la paternidad una condición necesaria de su realización, son algunos ejemplos de diferencias incompatibles. También entran aquí las configuraciones estructurales de las personas: diferentes orientaciones o necesidades sexuales, características físicas o raciales, habilidades o incompetencias naturales, orígenes sociales, familiares o religiosos; es decir, todo aquello que viene dado y que no tiene posibilidad real ni potencial de cambio.

Muchas veces las personas, cegadas por la chispa de la pasión inicial, ignoran las diferencias incompatibles o creen superarlas: “Tenemos una atracción física tan fuerte que lo demás no importa”, ”Cuando vamos a la cama, nos olvidamos de todo”, “Yo sé que él/ella es todo eso, pero no me importa, igualmente lo/la necesito. Afirmaciones de este tipo saturan las lápidas de los cementerios donde yacen, no necesariamente en paz, miles de relaciones incompatibles.

La historia de la pareja es, en cierto modo, la reseña de cuál es la proporción que tienen los tres primeros niveles en cada momento de la relación. Y, también, la síntesis de cómo la pareja ha encontrado sus propios mecanismos de autorregulación a partir de esos niveles. Cómo ha aprendido a dialogar, a pedir, a dar, a consensuar.

La construcción de esos mecanismos compensatorios funcionales garantiza la supervivencia y el buen funcionamiento de la relación. Porque todo vínculo se establece entre seres vivientes y, por lo tanto, en un continuo proceso de transformación y cimentación de nuevos equilibrios. Son células que configuran un organismo que, como toda forma viviente, basa su existencia en la capacidad de adaptación y de autorregulación. En la medida que un organismo ejercita esta capacidad, genera memoria de adaptación y auto-asistencia. De sus consensos exitosos, de sus acuerdos funcionales, de su propia construcción amorosa, cada pareja extrae su propio decálogo de armonía e integración, lo instala en su memoria compartida y acude a él cuando lo necesita para reinstalar el equilibrio. En cada recuerdo feliz, en cada imagen armoniosa tomada de su propia experiencia, una pareja puede encontrar su propio modelo de felicidad y revitalizarlo; y repetirlo.

Esa memoria es, en fin, una energía siempre renovable y siempre disponible. Está en la trama esencial de la pareja que aprende a desarrollarla. Eso es lo que llamo una experiencia de diversidad y complementación.


Autora:

Arantza Larraza.

AMOR Y ESPÍRITU.





Me pregunto:¿Eres la sed o el agua en mi camino?...


Eres el amor, y por lo tanto eres ambas cosas…


Sed y agua…Una gustosa ansiedad


ANTONIO MACHADO




Nuestra actitud frente al amor humano, en sentido espiritual, el amor por alguien, que descubrimos en este plano, es el reconocimiento de un alma que complementa mi propia alma, algo de fuera que me completa o me expande dejando salir lo mejor de mí.

Con semejante experiencia, no es de extrañar que algunos lo definan como el lenguaje de la divinidad más interna y que otros lo consideren el eco humano del amor de Dios.

Ese amor que a veces nos cuesta entender.

Hay una historia inspirada en los Santos Evangelios, y relata el encuentro de un hombre con Jesús en el final de su vida.

-Maestro-le dice-, recorrí mi vida hacia atrás y llegué a la playa en la que te encontré una vez. Mis huellas y las tuyas estaban

impresas en la arena. Fue muy emocionante ver todos esos momentos en los que caminaste a mi lado. Sin embargo, había largos trayectos, que se correspondían con los momentos más duros de mi historia, en los que, para mi decepción, sólo había un par de huellas en la arena. ¿Por qué me abandonabas justo cuando yo más te necesitaba?

El maestro sonrió.

-¿No notaste que en esos tramos las pisadas se hundían un poco más que antes en la arena?

-Sí, maestro, y eso aumentó mi dolor. Es evidente que llevaba una pesada carga en mi espalda en esos momentos…

-Pero ¿no lo entiendes? En esos momentos, cuando tú, desesperado, te aferraste a mí, yo decidí llevarte en brazos…

Visto así, como la expresión más profunda de la entrega y la compasión, parece evidente que nuestros terrenales intentos de atraer amor a nuestras vidas dejan bastante que desear.

Hablamos de nuestra necesidad de amar en los mismos términos y con la misma actitud con la que hablamos de necesidades como comer, dormir o respirar. Cuando consideramos el amor como una función más del cuerpo no nos damos cuenta de que otra vez estamos reduciendo su concepto a una cuestión fisicoquímica, olvidando que el agua o la comida son elementos materialmente imprescindibles para sostener el cuerpo físico, pero el amor, al menos este amor que describo, pretende ser un nutriente más esencial diseñado para sostener también al alma.

Si el amor fuera sustancia, ocuparía el corazón de los hombres hasta llenar su capacidad, o con un sentimiento único y excluyente, y sabemos que no es así. No dejamos de amar a nuestros viejos amigos, cuando un nuevo amigo aparece en nuestra vida, no abandonamos a un hijo porque acabamos de tener otro, que podemos amarnos saludablemente a nosotros mismos y amar igualmente a otro ser humano.

Quienes enfrentan el amor como si fuera algo material sostienen que no es posible amar verdaderamente, sin condiciones, para siempre… Ellos son los que más frecuentemente llegan al camino erróneo, ya que terminan mezclando y confundiendo el amor hasta sustituirlo primero con el sexo y luego con las más que terrenales aspiraciones narcisistas de ser adulados, buscados, deseados o elegidos.

El amor verdadero del que aquí hablo supera esas vanidades, traspasa las barreras del tiempo y del espacio, conjugando y sumando al mejor amor propio el mejor amor a los demás. Por eso cuando expresamos que estamos carentes de amor y que no podremos vivir sin alguien que nos ame, es una verdad a medias (la carencia existe, pero la necesidad verdadera es la de aprender primero a bien amarnos a nosotros mismos, es decir, conectar a gusto con nuestra propia esencia).

Cobijado con mi relación amorosa con todas mis partes, puedo superar el temor de que alguien a mi lado deje de amarme o se aleje, puedo renunciar con facilidad a mis más egoístas y controladoras intenciones posesivas, ya que mi relación con los demás no se enfoca en lo que puedo obtener de ellos sino en lo que tengo para dar.

El amor es un sentimiento y, como tal, nunca entiende de razones ni precisa de justificantes, pero el amor más maduro llega más allá, anide en el corazón de un santo, de un pecador, de un perdido, de un ateo o de un papa, nos conecta con la entrega, con la renuncia, con la comprensión y la compasión, es decir, con el auténtico dolor por el dolor ajeno y la auténtica alegría de poder amar (no es sólo la alegría del que es amado, sino la alegría del que ama).

La base del amor real entre las personas es espiritual y por eso transcendente. Ser consciente de esa realidad es parte del amor espiritual.

El amor verdadero se da cuando existe el encuentro de almas. Ese amor del alma por el alma que es el único que tiene la posibilidad de ser eterno, ya que el alma nunca muere.

Un amor tan saludable y nutritivo que sólo puede darnos alegrías. Un amor que no incluye competencias ni celos, ni manipulaciones, ni control, ni mucho menos lucha por el poder.

Al sentirlo, las personas comienzan a liberarse de su dependencia de la aprobación, el reconocimiento o la validación de los demás. No es el resultado de la pérdida del interés por ellos, todo lo contrario.

Si uno puede amar de esta forma, hacer naturalmente algunas cosas que alegran la vida de los que le rodean se volverá un hábito primero y una forma de alegrarse después. Si existe alguna posibilidad de transformar el mundo entero en un lugar mejor (y por supuesto que existe), es a través de la visión de un amor más espiritual y de acciones individuales y colectivas que sean congruentes con ese sentimiento.

De un autor desconocido, dice así:

Cuando él rezó, yo me di cuenta de que no era de mi religión. Cuando gritó su odio, no estaba dirigido a los que yo odiaba.

Cuando se vistió, sus ropas no eran si quiera parecidas a las mías. Cuando habló, no lo hizo en mi idioma.

Cuando tomó mi mano, su piel no era del color de la mía. Sin embargo, cuando rió noté que se reía igual que como yo me río.

Y cuando lloró, supe que su llanto era igual al mío…




Autora:
Arantza Larraza.




Vivir con otro es vivir en un proceso permanente de siembra y cosecha amorosa.


Mucho se ha dicho y escrito acerca de la magia del amor y mucho se ha sufrido a causa de la ilusión que esa magia evoca. Se dicen cosas como: “Todo lo que necesitas es amor”, “El amor lo puede todo”, “Cuando hay amor todo se arregla”, “Amar es no tener que pedir perdón”, “Mi amor va hacer que él/ella cambie”, “Yo voy hacer que me ame” y muchas más. Con frecuencia, esas frases son los preludios o los testimonios de profundos y prolongados dolores.

Confiar la dicha afectiva a la magia del amor es, de algún modo, delegar nuestra responsabilidad en la construcción, alimentación y transformación del vínculo. Tanto el amor como su magia son abstracciones. “Todo lo que necesitas es amor.” ¿Y cómo necesitas ese amor? ¿Qué cosas deberían

ocurrir para sentir que lo recibes? ¿Cómo sabe la persona que te ama qué es lo que necesitas y cuál es el modo de dártelo? “Necesito que me ames” es una petición conmovedora. ¿Cómo amarte? ¿Sabes cómo amarme? ¿Reemplazará la magia del amor a aquello que no nos decimos, que no nos pedimos, que no nos enseñamos?.

¿Por qué nos amamos? ¿Cómo sabemos que nos amamos? ¿Por la música de fondo de nuestros encuentros? ¿Por la forma en la que nos miramos? .

Vivir con otra persona significa comprometerse en la construcción del camino que lleva del enamoramiento al amor. El enamoramiento es una chispa necesaria para el arranque pero también es pura incertidumbre. El amor es la cosecha de una siembra. El amor ve, sabe, y tiene la magia de lo cierto. El enamoramiento vive de la ilusión y el amor de la vivencia.

Hay tres características del enamoramiento que no cuadran con el amor: magia, ceguera e inmediatez. El amor no es mágico, no de momento; necesita tiempo, permanencia, conocimiento, siembra, gestación y cosecha. Entonces es cuando se ve el resultado.

El maestro espiritual Krishnamurti decía: “El amor no fusiona, no amolda, no es personal ni impersonal, es un estado del ser que la mente no puede encontrar; sólo cuando el corazón se vacía de las cosas de la mente hay amor”. Las cosas de la mente son el prejuicio, la expectativa, la manipulación, el cálculo, la obsesión. El amor es un estado del ser, no es el resultado de una búsqueda. “No tengo que ir detrás de él, no tengo que perseguirlo”, decía Krishnamurti. Si lo persigo no es amor, es una recompensa. Y citaré, por último, esta hermosa frase suya: “¡Qué maravilloso es poder amar a una persona sin esperar nada de ella a cabio!”.

Cuando actuamos y realizamos nuestros actos desinteresadamente, este desapego se llama amor. Si lo que hago por tu dicha es algo que me duele, me empobrece, me fastidia, me mortifica, pero a cambio espero algo de la otra persona (su reconocimiento, su amor, su perdón, su admiración,) ya vuelvo al apego, a la búsqueda del resultado, al pensamiento. El amor es un estado de ser que impulsa, entre los que se aman, dos círculos amorosos que se atraen y giran, el uno hacia el otro. Siembra y cosecha se dan en el mismo acto. Cuando funciona así dejamos de perseguirlo. No es necesario. Vives con él. No hay amor que no empiece en el enamoramiento. No hay vínculo que perdure en el enamoramiento.



Autora:

Arantza Larraza,


CREAR UN ESPACIO PARA LA INTIMIDAD.


Pocas cosas hay más reconfortantes en la vida que abrir del todo nuestro corazón a otra persona, saber que comprenderá nuestros sentimientos y que nos ofrecerá a cambio la oportunidad de comprender los suyos. Esos momentos mágicos de encuentro y conexión a veces se pierden o se descuidan en la pareja, pero siempre es posible recuperarlos si nos une el deseo de darles un espacio en nuestra relación.

Hay una reflexión que llamó mi atención de Concha Buika. Decía así: “Guardamos secretos en nuestro corazón, no por lo que vayan a pensar de ellos los demás sino por miedo a no ser comprendidos”.

Muchas personas que llevan años conviviendo con su pareja, incluso con la que comparten hijos y una historia, no disfrutan de una vida íntima en común que los enriquezcan; actúan casi como unos desconocidos con sus parejas, manteniendo la mayor parte de su mundo personal en secreto.

No me refiero a que tengan secretos que no quieran compartir por miedo a que puedan dar al traste con la relación, ni tampoco a que esta sea tan conflictiva que no haya posibilidad de crear un espacio de intimidad en el que poder abrirse y compartir. No, no es ese el asunto sino que, en unos casos, estas personas perdieron por el camino la intimidad con su pareja y acabaron viviendo de añoranzas del pasado, recordando aquellos momentos mágicos en los que la relación estaba cargada de intimidad; pareciera que para ellos, como dice el poeta Jorge Manrique “cualquier tiempo pasado fue mejor”. En otros casos, se trata simplemente de que estas personas no han aprendido a construir un espacio de intimidad enriquecedor al lado de su pareja, tal vez, como decía Buika, más por el miedo a no ser comprendidos que a lo que puedan pensar ellos.

En la complicidad perdida, son más los que han perdido por el camino la intimidad en la relación que los que no han aprendido a crear esa experiencia conjunta con sus parejas. Sí, hay una gran cantidad de relaciones de pareja en las que ambos miembros sienten que aquel pasado de intimidad del cual una vez disfrutaron se ha ido evaporando poco a poco con el transcurrir de los años, como polvo que lleva el viento. Viven ahora de la añoranza y a espera de que algún milagroso acontecimiento les devuelva aquella gozosa experiencia.

Pero no son conscientes de que esta actitud de espera que adoptan se asemeja mucho a la de aquellas personas que desean que les toque la lotería sin comprar un décimo. Volver a experimentar una intimidad gozosa con su pareja no es algo que les vaya a caer del cielo. Quizá lo fue, un regalo caído del cielo, en un primer momento de la relación, en esa etapa a la que llamamos enamoramiento y en la que la atracción y el deseo de cercanía e intimidad surgían espontáneamente y sin esfuerzo, como un arrebato primaveral del corazón.

Pero lo cierto es que ahora la intimidad, la convivencia que compartimos en el día a día, la que no se mueve por grandes pasiones ni arrebatos sino por compromisos profundos que se manifiestan en múltiples detalles, requiere un renovado y muy específico impulso: el deseo de crear de nuevo y conjuntamente ese espacio compartido que facilite la intimidad y nos ayude a sobreponernos a la soledad en la que nos hemos estancado. El poeta Uruguayo Mario Benedetti lo expresa magistralmente en sus versos cuando escribe: “Quiero que me relates el duelo que te callas, por mi parte te ofrezco mi última confianza. Estás sola, estoy solo, pero a veces puede la soledad ser una llama”.

Querer construir, ese estado de intimidad compartida en la pareja es el resultado de un hábito, de un proceso que se construye a lo largo del tiempo y que requiere, por tanto, de la inversión de tiempo, de energías y de un trabajo conjunto con el ser querido. Es cierto que resulta primordial comprender y aceptar este requisito volitivo como medio para alcanzar esa experiencia de intimidad madura en la pareja. Pero también es verdad que, aunque se trate de un esfuerzo, de una decisión consciente, de una inversión de energías ( y no de un regalo caído del cielo) esta noble empresa del corazón nos puede brindar un provecho mucho mayor que los esfuerzos que nos demanda.

Además de esta actitud e inversión de energías conjunta, que cada miembro de la pareja disponga de un fondo personal que dé garantías a la relación. Al fondo que me refiero es a la conveniencia de que exista, previamente, un cierto grado de conocimiento personal en cada uno, de un mínimo de claridad respecto de la posición de cada uno, de cuáles son los sentimientos, deseos y anhelos, el proyecto de vida personal, los valores y principios… Y es que cuando nos sentimos

internamente bien clarificados, y con un rumbo definido, es mucho más fácil que podamos compartir un camino en intimidad al lado del otro. Quien se ha aventurado a conocerse y a intimar consigo mismo es capaz de abrir una brecha en su interior a través de la cual se permite salir y mostrarse tal cual es, dejando acceder al ser querido hasta lo más profundo del corazón y adentrándose asimismo con solvencia en el mundo íntimo y personal de tu pareja.

Cuando hemos aprendido a escucharnos con el corazón, es decir, a intimar con nosotros mismos, estamos más capacitados para ofrecer uno de los mayores regalos que se pueden hacer a la pareja: escucharla con el corazón.

El catedrático de filosofía Miguel Ángel Martí García escribe: “Cuando la persona con su silencio, con su mirada, con su cuerpo entero, está diciendo –habla, tómate el tiempo que quieras, que yo te escucho- se adorna de un atractivo difícilmente superable”.

Querer construir un espacio de intimidad con la pareja significa moverse por un profundo deseo de estar disponible para el otro, de saber de él, de conocer su mundo interno, su alma, de saber cómo se siente y que cosas le preocupan, de comprenderlo y cuidarlo. Demostrarle también como nos sentimos a su lado, exponiendo con transparencia y respeto los miedos y deseos que sentimos, tanto en referencia a nuestra pareja como en nuestras vidas particulares, arriesgándonos a mostrar sin reservas los sueños y esperanzas con los que fantaseamos en silencio, permitiéndonos ser sin máscaras ni falsedades delante del ser querido, sin recovecos ni escondites, ofreciéndonos al otro en la desnudez de lo que somos, una desnudez hermosa para la cual no es necesario quitarse nada de ropa, solo establecer un pacto, un compromiso, un trato: el saber que mi pareja puede contar conmigo para construir ese mundo de intimidad compartida.

De nuevo nadie mejor que un experto en intimidades como Mario Benedetti para expresarlo: “Compañera, usted sabe que puede contar conmigo, no hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo… Hagamos un trato. Yo quisiera contar con usted, es tan lindo saber que usted existe. Uno se siente vivo”.

LA INTIMIDAD COMPARTIDA DEL DÍA A DÍA ES EL RESULTADO DEL DESEO Y DEL ESFUERZO DE AMBOS MIEMBROS DE LA PAREJA PARA CREARLA.

CUANDO CADA MIEMBRO DE LA PAREJA SE CONOCE A SÍ MISMO, ESTÁ PREPARADO PARA CONSTRUIR ESE ANHELADO ESPACIO DE CONEXIÓN CON EL OTRO




Autora:

Arantza Larraza.