sábado, 4 de mayo de 2013

VIVIR CON OTRO ES EXPERIMENTAR, JUNTOS, LA LIBERTAD DE NO ESTAR A TADOS A UN MANDATO.





Cuando dos personas se conocen y se atraen, se asoman el uno al misterio del otro con una preciosa carga de fantasías, deseos, inquietudes e ilusiones, y con muy poca certeza de quién es ese otro. Sea por el sueño de tener hijos y, la otra persona lo deja en un segundo plano o porque uno de los miembros no se decide por la convivencia ante el desespere de su pareja o por un proyecto de trabajo, que requiere un cambio de país.

Es habitual que la aparición de otra persona en nuestra vida nos induzca a la creencia de que esa persona será la encargada de desempeñar un rol preasignado en nuestros sueños o proyectos.

Vivir con otro es formar parte de un equipo y que es un camino antes que un punto de llegada. Es natural y hasta necesario que yo sueñe, mientras estoy sola, con un tipo de convivencia y con sus circunstancias. Son sueños orientativos, me dan información acerca de cómo mi vida. Es un mapa de mi viaje afectivo. Cuando me encuentro con otro real, en una concurrencia de cuerpos y almas, estaré en el territorio tal cual es, con sus dimensiones, topografía y características reales. Entonces cabrán dos actitudes: o trato de adaptar el territorio al mapa o, sigo creyendo en la validez

del viaje, y adapto mi mapa al territorio hasta crear un nuevo mapa, actualizando mi vida y mis vínculos. Nos transformamos la otra persona y yo, en cartógrafos de nuestra vivencia amorosa compartida.

Al empezar la exploración del misterio, dos personas que empiezan esa vivencia no suelen hablar de cuántos hijos tendrán y de cómo los educaran, ni cómo organizar esa vida. Estarían ignorando al otro, considerándolo una simple herramienta y perdiendo la maravillosa experiencia del descubrimiento, el conocimiento y el encuentro.

Los hijos, los lugares donde transcurrirá la vida, los modos de esa vida, las diversas metas (materiales, familiares, vinculares, vocacionales, espirituales…) de nuestro trayecto común no deberían ser puntos de partida para la convivencia, sino sucesivos, naturales y fluyentes puntos de maduración. Los hijos no van a unirnos: en todo caso serán fruto de nuestro estar unidos. El lugar donde viviremos por sí solo no va hacernos felices; pero el modo en que vivamos, en que nos respetemos, en que nos alentemos, en que construyamos nuestra confianza y nuestra intimidad, será esencial para nuestra felicidad, vivamos donde vivamos. No empezamos amándonos: culminamos nuestro camino en el amor. Llegamos al amor juntos.

El amor no exige resultados. El amor riega, cuida, y acompaña en los procesos. El amor no pide hijos, ni éxitos, ni prestigio, ni abundancia material, ni rostros contentos a nuestro alrededor como certificado de su existencia.

Vivir con otro, es abrir los horizontes y no cerrarlos en torno a requisitos previos; hacer mapas mientras se camina, en lugar de caminar dentro de los estrechos límites de un mapa –ya sea el de los mandatos, el de los deberes o el de las expectativas que otros descargan en nosotros.

Se trata de no quedar atrapados en los planes que construimos para el otro antes de conocerlo o en los el otro tenía asignados para quien estuviera en el sitio en el que ahora estamos. Vamos a proponernos el vínculo de florecer y dar frutos propios. Y darlos maduros, en la estación que corresponde. Es más que probable que una relación de buen amor dé frutos de una convivencia, de un tránsito, de una historia, de lo vivido, de lo gestado. No te amo por lo que serás ni por lo que deberías ser, sino por lo que eres.

No es lo previsible ni lo anhelado lo que nos provoca contrariedad. Cuando una persona se lamenta por el desarrollo de su relación con otra, cuando protesta, lo que en verdad quiere –aunque no sepa formularlo claramente- es que el otro sea distinto de como es, que cambie. En ocasiones la disconformidad se relaciona con un aspecto específico del otro. A veces es más extendida.

Nuestras relaciones afectivas comprenden, al menos, cuatro niveles de interacción. Uno de esos niveles es el de las coincidencias, aquel en el cual nos adaptamos el al otro con simplicidad y naturalidad, como si hubiéramos estado destinados desde siempre a encontrarnos y convivir. En este nivel no hay discordia ni desacuerdo.

Otro nivel es el de las diferencias complementarias, y engloba aquellas divergencias que, lejos de generar malestar y disconformidad, enriquecen el espacio común. Un ejemplo es el de una pareja en la que uno ama la jardinería y aborrece cocinar, y el otro disfruta de la cocina pero detesta tener que cuidar de las plantas. Esa pareja siempre comerá bien, y lo hará en una casa embellecida por una saludable vegetación. Entre dos personas se pueden encontrar innumerables manifestaciones de esta complementación, tanto materiales como espirituales, domésticas como sociales, íntimas como públicas.

Un tercer nivel es el de las diferencias acordables, que incluye aquellas discrepancias que pueden generar un espacio de trabajo, transformación y consolidación para la pareja. Es lo que ocurre cuando una persona siente que la otra toma decisiones unilaterales que la dejan fuera y la hacen sentirse avasallada e ignorada. Si el otro reconoce esa característica de sí mismo y, a su vez, quiere cambiarla porque ve que lo afecta en su relación de pareja y en otros aspectos de su vida, la desavenencia se convierte en un punto de partida para un trabajo común. Por supuesto, el avasallador será el eje de ese proceso, él realizará su proceso interior de transformación; sin embargo, tendrá en su pareja a un asistente dispuesto y accesible cuando necesite añadir herramientas externas a las internas. Cuando esta dinámica de reforma a partir de una divergencia se hace habitual en la pareja, se convierte en un campo de poderosa fertilidad. Sus frutos se alimentaran y fortalecerán constantemente la convivencia. Es natural que entre dos personas –distintas de por sí-

se vayan registrando, como parte de la vivencia común, diferencias y asimetrías que molestan, que disgustan o que crean malestar. En tanto haya instrumentos y predisposición para trabajar en su armonización, esas diferencias no significarán el fin ni la ruptura de algo, sino su enraizamiento a través de una tarea amorosa. Es un arte cuyo aprendizaje requiere de dos presencias, de dos voluntades armonizadoras, de dos actitudes comprometidas.

Los tres niveles que he descrito son estadios naturales de una relación. Basta una mirada atenta, una auto-percepción cuidadosa, para detectarlos en acción.

El cuarto nivel, a diferencia de los tres anteriores, no es universal ni inherente al hecho de convivir. Se trata de las diferencias antagónicas o incompatibles. Incluyo en este nivel las escalas de valores, las perspectivas existenciales, los proyectos de vida. Un torturador y un defensor de los derechos humanos, un industrial que no tiene remordimientos a destruir bosques para obtener insumos y un defensor del medio ambiente, alguien que cree que el fin justifica los medios y otro que jamás apelaría a determinados medios aunque se trate del fin más preciado, una persona que tiene la firme y fundada decisión de no tener hijos y otra que ve en la maternidad o la paternidad una condición necesaria de su realización, son algunos ejemplos de diferencias incompatibles. También entran aquí las configuraciones estructurales de las personas: diferentes orientaciones o necesidades sexuales, características físicas o raciales, habilidades o incompetencias naturales, orígenes sociales, familiares o religiosos; es decir, todo aquello que viene dado y que no tiene posibilidad real ni potencial de cambio.

Muchas veces las personas, cegadas por la chispa de la pasión inicial, ignoran las diferencias incompatibles o creen superarlas: “Tenemos una atracción física tan fuerte que lo demás no importa”, ”Cuando vamos a la cama, nos olvidamos de todo”, “Yo sé que él/ella es todo eso, pero no me importa, igualmente lo/la necesito. Afirmaciones de este tipo saturan las lápidas de los cementerios donde yacen, no necesariamente en paz, miles de relaciones incompatibles.

La historia de la pareja es, en cierto modo, la reseña de cuál es la proporción que tienen los tres primeros niveles en cada momento de la relación. Y, también, la síntesis de cómo la pareja ha encontrado sus propios mecanismos de autorregulación a partir de esos niveles. Cómo ha aprendido a dialogar, a pedir, a dar, a consensuar.

La construcción de esos mecanismos compensatorios funcionales garantiza la supervivencia y el buen funcionamiento de la relación. Porque todo vínculo se establece entre seres vivientes y, por lo tanto, en un continuo proceso de transformación y cimentación de nuevos equilibrios. Son células que configuran un organismo que, como toda forma viviente, basa su existencia en la capacidad de adaptación y de autorregulación. En la medida que un organismo ejercita esta capacidad, genera memoria de adaptación y auto-asistencia. De sus consensos exitosos, de sus acuerdos funcionales, de su propia construcción amorosa, cada pareja extrae su propio decálogo de armonía e integración, lo instala en su memoria compartida y acude a él cuando lo necesita para reinstalar el equilibrio. En cada recuerdo feliz, en cada imagen armoniosa tomada de su propia experiencia, una pareja puede encontrar su propio modelo de felicidad y revitalizarlo; y repetirlo.

Esa memoria es, en fin, una energía siempre renovable y siempre disponible. Está en la trama esencial de la pareja que aprende a desarrollarla. Eso es lo que llamo una experiencia de diversidad y complementación.


Autora:

Arantza Larraza.

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