jueves, 2 de mayo de 2013

El arte de vivir Meditación Vipassana. (Goenkaji)






(Este artículo está basado en una conferencia que dio Goenkaji en   Berna, Suiza, en 1980)



Todos buscamos la paz y la armonía porque carecemos de ellas en nuestras vidas. De vez en cuando todos experimentamos agitación, irritación, falta de armonía, sufrimiento. Cuando esto sucede no lo guardamos para nosotros sino que lo distribuimos a los demás. Una persona desdichada impregna el ambiente que le rodea de agitación y quienes están cerca de ella también se alteran, se irritan.

Ciertamente, ésta no es la manera más adecuada de vivir.

Tenemos que vivir en paz con nosotros mismos y en paz con los demás porque, en última instancia, los seres humanos somos seres sociales que vivimos dentro de una sociedad interrelacionada.

Pero ¿cómo vivir en paz y armonía interior y mantenerlas para que los demás puedan también vivir en paz y armonía?

Para librarnos de nuestra agitación tenemos que conocer sus razones básicas, la causa del sufrimiento. Al investigar este problema, nos damos cuenta de que nos sentimos agitados en cuanto generamos negatividades o contaminaciones en la mente.

La negatividad, la contaminación o la impureza mental no pueden coexistir con la paz y la armonía.

¿Cómo empezamos a generar negatividades? También aquí nos damos cuenta, al investigar, de que nos sentimos desdichados cuando estamos con alguien que se comporta de una manera que no nos gusta o cuando sucede algo que nos desagrada. Cuando ocurre algo que no deseamos surge tensión en nuestro interior y también surge cuando no ocurre o existen obstáculos para que se cumpla algo que deseamos. Con todo eso empezamos a atar nudos en nuestro interior. Y como durante toda la vida van a suceder cosas que no queremos y las deseadas puede que sucedan o puede que no sucedan, este proceso de reacción, de atar nudos –nudos gordianos, hace que toda la estructura física y mental esté tan tensa y tan llena de negatividades que la vida se vuelve miserable.

Una manera de resolver este problema sería arreglar las cosas para que en nuestra vida no ocurriera nada indeseado, para que todo sea tal y como deseamos. Para lograrlo, tendríamos que desarrollar en nosotros un poder extraordinario o bien conseguir que venga en nuestra ayuda alguien que lo posea. Pero tal cosa es imposible. No existe nadie en el mundo que pueda satisfacer todos sus deseos.

No hay nadie cuya vida transcurra como quiere, sin que pase algo no deseado. Constantemente ocurren cosas que van en contra de nuestros deseos y anhelos.


De ahí –la pregunta: ¿Cómo podemos dejar de reaccionar ciegamente cuando enfrentamos situaciones que no nos gustan? ¿Cómo podemos dejar de generar tensión y permanecer llenos de paz y armonía?

Tanto en la India como en otros países hubo personas santas y sabias que estudiaron este problema —el problema del sufrimiento humano— y encontraron una solución: cuando ocurre algo no deseado y empezamos a reaccionar con ira, miedo o negatividad, hay que dirigir lo antes posible la atención a cualquier otra cosa. Por ejemplo: levantarnos, tomar un vaso de agua y comenzar a beber; de esta manera la ira no se multiplicará sino que empezará a disminuir. O empezar a contar: uno, dos, tres, cuatro…

O repetir una palabra, una frase o un mantra o quizás el nombre de un dios o una persona santa hacia la que sintamos devoción. Así desviamos la mente y hasta cierto punto, nos liberamos de la negatividad, de la ira.

Esta solución era útil, funcionaba y aún funciona; al practicarla, la mente se siente libre de agitación. No obstante, sólo funciona en el nivel de la mente consciente porque lo que de hecho hacemos al desviar la atención es empujar la negatividad a lo más profundo del inconsciente donde seguimos generándola y multiplicándola. Hay paz y armonía en la superficie, pero en las profundidades de la mente hay un volcán dormido de negatividad reprimida que tarde o temprano entrará en erupción con una gran explosión.

Hubo otros exploradores de la verdad interna que llegaron algo más allá en su búsqueda. Tras experimentar en su interior la realidad de la mente y la materia, se dieron cuenta de que desviar la atención es sólo huir del problema. Escapar no es una solución;

hay que enfrentar el problema. Cuando surja una negatividad en la mente, obsérvala, hazle frente. Tan pronto como comiences a observar la contaminación mental, ésta empezará a perder fuerza y poco a poco se irá marchitando y podrá ser erradicada de raíz.

Es una buena solución que evita los dos extremos: la represión y dar rienda suelta. Enterrar la negatividad en el inconsciente no la erradicará y permitir que se manifieste con un acto físico o verbal dañino sólo creará más problemas. Pero si te limitas a observarla, la contaminación desaparecerá y estarás libre de esa contaminación.

Esto suena maravilloso, pero ¿se puede realmente practicar? ¿Resulta fácil para una persona común y corriente enfrentarse a las contaminaciones? Cuando surge la ira, nos toma tan de sorpresa que ni siquiera nos damos cuenta de ello. Arrastrados por la ira cometemos actos físicos o mentales que nos dañan a nosotros mismos y a los demás. Poco después, al desaparecer la ira, empezamos a llorar y a arrepentirnos, pidiendo perdón a los demás o pidiendo perdón a Dios. Pero la próxima vez que nos encontramos en una
situación semejante, volvemos a reaccionar de la misma forma. El arrepentimiento no nos ha servido para nada.

La dificultad estriba en que no somos conscientes del momento en el que comienza esta contaminación. Empieza en las profundidades de la mente inconsciente y cuando llega al nivel consciente, ha tomado tal fuerza que nos arrastra y ya no podemos observarla.

Supongamos por un momento que contrato una secretaria privada para que me avise cuando surja la ira diciéndome: “Mire,

va a aparecer la ira”. Pero como no sé cuándo va a surgir la ira, tengo que contratar tres secretarias para poder cubrir tres turnos que abarquen las veinticuatro horas del día. Supongamos que puedo mantener ese gasto y que aparece la ira. Inmediatamente mi secretaria

diría: “Mire, la ira ha comenzado”. Lo primero que haría sería contestarle de mal modo: “¡Eres tonta! ¿Crees que te pago para que me lleves la contraria?” La ira me arrastraría de tal forma que un buen consejo no podría ayudarme.

Supongamos que prevalece la sabiduría y que no le regaño sino que le digo: “Muchas gracias, ahora debo sentarme y observar mi ira”. Pero ¿acaso eso es posible? Nada más cerrar los ojos para observar la ira, el objeto de mi ira ya sea una persona o un incidente surge de inmediato en mi mente y ya no observo la propia ira sino meramente el estímulo externo de la emoción. Esto sólo me conducirá a la multiplicación de la ira y por lo tanto, no es una solución. Es muy difícil observar una negatividad abstracta, una emoción abstracta, separada del objeto exterior que la originó.

Sin embargo, hubo alguien que, habiendo alcanzado la verdad última, encontró una solución auténtica. Descubrió que al surgir una contaminación en la mente, ocurren dos cosas simultáneamente en el campo físico. Una es que la respiración pierde su ritmo normal. Es fácil observar que respiramos más fuerte cuando surge una negatividad. Y en niveles más sutiles, se inicia una reacción bioquímica en el cuerpo que da lugar a una sensación. Todas las contaminaciones generan algún tipo de sensación en el cuerpo.

Esto es lo que nos ofrece una solución práctica: una persona corriente no puede observar las contaminaciones abstractas de la mente como el miedo, la ira o la pasión. Pero con un adiestramiento adecuado y con práctica es fácil observar la respiración y las sensaciones del cuerpo y ambas están relacionadas directamente con las contaminaciones mentales.

La respiración y las “sensaciones” ayudan de dos formas. Primero, se comportarán como secretarias privadas. En cuanto surja una impureza en la mente, la respiración dejará de ser normal y empezará a gritarnos: “¡Algo anda mal!” y como no podemos regañar a la respiración, tenemos que aceptar su aviso. De igual forma, también las sensaciones nos dirán que algo va mal. Una vez que nos avisan, podemos empezar a observar la respiración, a observar las sensaciones y nos daremos cuenta que la negatividad desaparece en
seguida.

Este fenómeno físico-mental es como una moneda con dos caras. En una cara están los pensamientos y las emociones que surgen en la mente; en la otra, la respiración y las sensaciones del cuerpo. Todos los pensamientos y las emociones, todas las impurezas mentales que surgen, se manifiestan en la respiración y en las sensaciones de ese momento. Por eso, al observar las sensaciones o la respiración, estamos observando, de hecho, las contaminaciones mentales. En vez de huir del problema, nos enfrentamos a la realidad tal y como es y las negatividades ya no nos arrastran como sucedía en el pasado. Si perseveramos, terminarán por desaparecer y empezaremos a vivir una vida feliz y en paz, una vida cada vez más libre de negatividades.

De esta manera, la técnica de la auto-observación nos muestra los dos aspectos de la realidad: el interno y el externo. Antes sólo mirábamos al exterior, perdiendo la verdad interna; buscábamos en el exterior la causa de nuestra desgracia, culpando siempre a algo o a alguien e intentando cambiar la realidad externa. Al ignorar la realidad interior, nunca entendíamos que la causa del sufrimiento reside en el interior, en nuestras propias reacciones ciegas hacia las sensaciones agradables y desagradables.

Ahora, con el entrenamiento, podemos ver la otra cara de la moneda, podemos ser conscientes de nuestra respiración y también de lo que ocurre en nuestro interior. Sea lo que sea, respiración o sensación, aprendemos a observar sin desequilibrar la mente. Dejamos de reaccionar y de multiplicar nuestra desdicha. En vez de ello, permitimos que las impurezas se manifiesten y desaparezcan.

Las negatividades se disuelven más rápidamente cuanto más se practica esta técnica. Poco a poco la mente se libera de las contaminaciones y se hace pura. Una mente pura está siempre llena de amor —amor desinteresado hacia los demás, llena de compasión hacia el sufrimiento y las faltas ajenas, llena de alegría al ver los triunfos y la felicidad de los demás, llena de ecuanimidad ante cualquier situación.

Al llegar a este estado nuestra conducta habitual cambia. Ya no es posible cometer actos físicos o verbales que puedan perturbar la paz y la felicidad ajenas. Una mente equilibrada no sólo está llena de paz, sino que impregna el ambiente que la rodea de paz y armonía y esto empieza a afectar a los demás, ayudándolos también.

Al aprender a mantenernos equilibrados, hacemos frente a lo que experimentamos en nuestro interior y desarrollamos desapego hacia todas las situaciones externas que nos encontramos. Pero este desapego no es escapismo ni indiferencia hacia los problemas mundanos. Quienes practican Vipassana con regularidad se sensibilizan más ante el sufrimiento de los demás y hacen todo lo posible para aliviar el sufrimiento en la forma que puedan sin agitación, con la mente llena de amor, compasión y ecuanimidad.

Aprenden el desprendimiento de los santos, aprenden a entregarse por completo, a ocuparse totalmente de ayudar a los demás manteniendo simultáneamente el equilibrio de la mente. Así permanecen llenos de paz y felicidad mientras trabajan por la paz y la felicidad de los demás.

Esto es lo que el Buda enseñó: un arte de vivir. No fundó ni enseñó una religión, un “-smo”, ni enseñó ritos o rituales, ni ninguna formalidad vacía a quienes se acercaban a él; enseñó a observar la naturaleza tal y como es, observando la realidad interna.

Debido a nuestra ignorancia reaccionamos constantemente de manera que nos dañamos o dañamos a los demás. Pero cuando surge la sabiduría, la sabiduría de observar la realidad tal y como es desaparece el hábito de reaccionar. Cuando dejamos de reaccionar ciegamente, somos capaces de realizar actos verdaderos, actos que emanan de una mente equilibrada, una mente que ve y comprende la verdad. Una acción así sólo puede ser positiva, creativa, capaz de ayudarnos a nosotros y a los demás.

Por eso es necesario “conocerse a sí mismo” consejo que han dado todos los sabios. Debemos conocernos a nosotros mismos, no sólo en el ámbito intelectual de ideas y teorías, no sólo emocionalmente o a través de la devoción, aceptando de forma ciega los que hemos oído o leído. Este conocimiento no es suficiente. Debemos conocer la realidad por medio de la experiencia.

Debemos experimentar directamente la realidad de este fenómeno físico-mental. Únicamente esto es lo que nos ayudará a estar libres de nuestro sufrimiento.

Esta experiencia directa de nuestra realidad interna, esta técnica de auto-observación, es lo que se llama meditación Vipassana. En la lengua que se hablaba en la India en la época de Buda, “passana” significa ver las cosas de forma corriente, con los ojos abiertos. “Vipassana” es observar las cosas tal y como son, no como parecen ser. Hay que penetrar a través de la verdad aparente hasta llegar a la verdad última de toda la estructura mental y física. Al experimentar esta verdad, aprendemos a dejar de reaccionar ciegamente, a dejar de generar contaminaciones y de forma natural, las contaminaciones antiguas van erradicándose poco a poco.
Así nos liberamos de la desdicha y experimentamos la felicidad auténtica.

El curso de meditación consta de tres pasos.

El primero es abstenerse de cualquier acto físico o verbal que pueda perturbar la paz y la armonía de los demás.


No podemos liberarnos de nuestras contaminaciones mentales si continuamos realizando actos de obra o de palabra que multipliquen estas contaminaciones. Por eso, el primer paso de esta práctica es un código moral.


Nos comprometemos a no matar, no robar, no tener una conducta sexual inadecuada, no mentir y no tomar intoxicantes.


Al abstenerse de estos actos, permitimos a la mente que se serene lo suficiente como para poder continuar.


El siguiente paso es aprender a controlar la mente salvaje, adiestrarla para que se concentre en un único objeto, la respiración.

Intentamos mantener la atención en la respiración el mayor tiempo posible. Esto no es un ejercicio de respiración porque no intentamos regularla; la observamos tal y como es, de forma natural, tal y como entra, tal y como sale. De esta manera, aumentamos la serenidad de la mente para que no se deje arrastrar por negatividades intensas; al mismo tiempo, vamos concentrándola y haciéndola más aguda, más penetrante, más capaz de trabajar internamente.

Estos dos primeros pasos, vivir con moralidad y controlar la mente, son muy necesarios y beneficiosos pero conducirán a la represión a menos que demos un tercer paso: purificar la mente de contaminaciones, desarrollando la visión cabal de nuestra propia naturaleza. Esto es Vipassana: la experimentación de nuestra propia realidad, observando en nosotros mismos de forma sistemática y desapasionada este fenómeno de mente y materia en constante cambio que se manifiesta en sensaciones. Esta es la culminación de la
enseñanza del Buda: la auto-purificación a través de la auto-observación.

Es algo que puede ser practicado por todos y cada uno de nosotros. Todos enfrentamos el problema del sufrimiento. Es una enfermedad universal que requiere un remedio universal, no un remedio sectario. Cuando sentimos ira, no es una ira budista, una ira hinduista, o una ira cristiana. La ira es ira. Si como resultado de esa ira nos sentimos agitados, no es una agitación cristiana, judía o musulmana. La enfermedad es universal. El remedio debe también ser universal.

La Vipassana es este remedio. Nadie puede objetar a un código de vida que respeta la paz y la armonía de los demás. Nadie puede objetar al desarrollo del control sobre la mente. Nadie puede objetar al desarrollo de la visión cabal de nuestra propia naturaleza para que la mente se libere de sus negatividades. La Vipassana es un sendero universal.

Observar la realidad tal y como es, observando la verdad interior, es conocerse a uno mismo directamente a través de la experiencia. Con la práctica nos liberamos de la desdicha que acarrean las contaminaciones. Partiendo de la verdad externa, burda y aparente, penetramos en la verdad última de la mente y la materia. Esto también termina por trascenderse y se experimenta una verdad que está más allá de la mente y la materia, más allá del tiempo y del espacio, más allá del campo condicional de la relatividad: la verdad de la liberación total de todas las contaminaciones, todas las impurezas, todo el sufrimiento. No importa el nombre que se le dé a esta verdad última; es la meta final de todos nosotros.

¡Ojalá que todos ustedes experimenten esta verdad última!

¡Ojalá que todos se liberen de la desdicha!

¡Ojalá que todos gocen

de una paz real, una armonía real, una felicidad real!

¡QUE TODOS LOS SERES SEAN FELICES!



S. N. Goenka es un maestro de meditación Vipassana en la tradición del ya fallecido Sayagyi U Ba Khin de Birmania.

Aunque de ascendencia india, Goenkaji nació y creció en Birmania donde tuvo la fortuna de conocer a U Ba Khin y aprender de él la técnica de Vipassana. Después de recibir adiestramiento durante catorce años, Goenkaji se marchó a la India y allí comenzó a enseñar Vipassana en 1969. A pesar de ser éste un país profundamente dividido en castas y religiones, los cursos de Goenkaji atraen a miles de personas procedentes de todos los sectores sociales y de numerosos países del mundo.

Goenkaji ha enseñado miles de personas en cientos de cursos de diez días en India y en otros países tanto de Oriente como de Occidente. En 1982 comenzó a nombrar profesores asistentes para que le ayudaran a atender la creciente demanda de cursos. Hoy se celebran cursos regularmente en todo el mundo y se han establecido muchos centros de meditación bajo su supervisión.

La técnica que enseña S .N. Goenka tiene su origen en una tradición que se remonta al Buda. El Buda nunca enseñó una religión sectaria; enseñó Dhamma —el camino de la liberación— que es universal. Siguiendo esa tradición, la enseñanza de Goenkaji está libre de sectarismos y por esta razón atrae gentes de cualquier procedencia, con o sin creencias religiosas y de todos los rincones del mundo.

Se puede obtener información adicional sobre la meditación Vipassana incluyendo el calendario de cursos a través de las páginas web:




www.spanish.dhamma.org

www.dhamma.org

Por: S. N. Goenka


LA AMISTAD SEGÚN ANDRÉ MAUROIS




                                                 
“La amistad, no he dejado nunca de 

creerlo, es un espejo, en el 

que nos reflejamos para

identificarnos con alguien”

Luis Eduardo Consuegra.



La amistad, que se define como un lazo permanente entre personas,

sobre la base del amor y la recíproca estima, ha merecido, desde los

tiempos antiguos, la atención de los hombres de pensamiento. 

Así vemos que Cicerón, en su diálogo “Lelius sive amictia”, dice: “Es muy cierto lo que he oído a nuestros viejos que oyeron de otros, que acostumbraba decir Arquitas Tarentino que sí alguno subiese a los cielos y claramente viese la naturaleza del mundo y la hermosura de las estrellas, no tendría mucho gusto en tan admirables cosas, las cuales le darían un gozo infinito si tuviese a otro a quien contárselas. Así la naturaleza no apetece la soledad y siempre busca ciertos como arrimos, que cuando lo es un grande amigo, es la delicia más grande de la vida”.


Ya antes, Platón, Aristóteles, Empédocies y otros notables pensadores habían expuesto, de una u otra forma, sus ideas acerca de la amistad. 

En épocas menos lejanas, este concepto ha contado con juicios importantes, como los de Montaigne, Shakespeare y Voltaire, entre otros, cada uno de los cuales con sentido propio. 

Contemporáneamente, uno de los análisis más claros y agudos que se han hecho sobre la amistad es el formulado por el escritor francés André Maurois en su corta colección de ensayos

“Sentimientos y costumbres”, y el cual se expone a continuación.

Dice Maurois que, a diferencia de los sentimientos familiares, cuyo
fundamento son los instintos, la amistad se funda en la inteligencia, en la raciocinación. El amor que sentimos hacia nuestros padres o hacia nuestros hermanos es de carácter congénito y natural; 

lo experimentamos sin siquiera pensar en él. En cambio, el afecto que sentimos por una persona ajena a nuestra sangre es producto del análisis y la elección.

Los lazos de amistad son imprescindibles para la vida de una sociedad.

Sin ellos, no habría armonía ni estabilidad en ninguna colectividad
humana. La amistad ofrece soluciones y protección a aquellas personas que, aunque están casadas, se sienten solas, incomprendidas o desadaptadas conyugalmente. Pero, además, conviene también a las personas que no tienen problemas en su vida familiar: a los cónyuges que se aman profunda y lealmente, a los hijos de hogares normales, en fin, a todos los miembros de la familia, por armoniosa que ésta sea.

Ello es así, porque casi siempre el hogar no es ambiente propicio para expresar totalmente nuestros sentimientos. Suele suceder que las cosas que más nos angustian no nos atrevemos a contarlas en el seno de nuestro hogar, lo cual se explica por el hecho de que los lazos familiares son de carne y no de espíritu.

Todas esas cosas que se callan en el hogar envenenan las almas, como los gérmenes patógenos, en una herida, envenenan los tejidos. Por eso tenemos necesidad de contarlas a alguien, bien sea que, al hacerlo, recibamos y aceptemos algún consejo, o no.

El nacimiento de la amistad es lento y precario. Al principio, es como una planta tan escuálida que se teme que cualquier amor sembrado junto a ella la ahogue. A veces, el lazo de la amistad surge de modo natural, como, por ejemplo, cuando notamos en alguien cualidades excepcionales, o cuando una sonrisa, unas palabras o una acción nos revelan un espíritu análogo al nuestro. Pero, salvo casos de excepción, los lazos así nacidos no suelen ser permanentes, necesitándose, si se quiere que lo sean, una disciplina. Del mismo modo como el amor, para su permanencia, requiere de una norma disciplinaria, que es el matrimonio, la amistad también requiere de un ambiente que la discipline y que propicie su durabilidad, como puede ser el colegio, el sitio de trabajo, el regimiento o la vida de abordo, entre otros.

Sin embargo, estas amistades formadas al azar no siempre resultan ser amistades verdaderas, por lo que se requiere de una elección más libre y minuciosa. Cuando se descubren grandes virtudes en otra persona, es el momento indicado para darle riendas sueltas a nuestro sentimiento de amistad. Empero no todas las personas se atreven a hacer esto, muchas veces porque no son capaces de aceptar con noble resignación semejante superioridad moral, y otras veces porque le temen al juicio que de ellas pueda formarse un espíritu tan penetrante, prefiriendo, más bien, entablar trato con personas de menos rango y exigencia.

Se facilita la amistad entre dos personas de distintos niveles culturales cuando la que es considerada superior da muestras de ternura o de debilidad que proporcionen confianza a la persona inferior, haciéndola olvidarse de su condición humilde. “No se ama nunca tiernamente a aquellos de quienes no puede uno sonreírse”, dice textualmente Maurois.

Hay en la perfección absoluta una especie de inhumanidad que tiende a adormecer el alma y el corazón, y que impone el respeto por la admiración, pero a costa de alejar la amistad, porque desanima el hecho de comprobar la propia humildad. De ahí que agradezcamos tanto a una persona eminente que se digne favorecernos con sus palabras o gestos amables y humanos.

Es importante no confundir la amistad con otros tipos de relaciones, 
como la simple camaradería. Mientras la amistad es un sentimiento muy grande, la camaradería es una relación más vulgar y menos completa. 

La Rochefoucauld dice que lo que los hombres llaman amistad no es más que un acomodo recíproco de intereses, un intercambio de favores. 

Nada más alejado de la amistad que esto, en opinión de André Maurois, quien conceptúa, enfáticamente, que la amistad no es un comercio. Jamás debemos considerar amigo, estima Maurois, a aquel que nos busca solamente cuando necesita un favor de nosotros y que, una vez concedido éste, se aleja sin volver a recordarnos. Por supuesto, es difícil a veces reconocer cuándo alguien se nos acerca interesadamente, porque a menudo se utilizan, en tal sentido, artimañas demasiado astutas, como en el caso en que el marido le dice a la mujer: “Sé muy amable con N...”.

“Por qué? —contesta ella—. Es impertinente, y no necesitamos de él’’.

“No eres inteligente —argumenta el marido—. Le necesitaré cuando vuelva a ser Ministro, lo cual sucederá más tarde o más temprano, y entonces agradecerá más las amabilidades que con él hemos tenido cuando no estaba en el poder”.

La amistad no se compagina con semejantes procederes, sin que ello quiera decir que dos amigos no puedan hacerse favores; lo que sucede es que, cuando esto ocurre, quien hace el favor lo olvida, y, si lo recuerda, no le concede la menor importancia. Todo esto equivale a decir que una de las particularidades esenciales de la amistad es el desinterés absoluto en los favores; es más, todo amigo tiene como deber tratar de adivinar o descubrir la necesidad del otro y poner cuanto esté a su alcance para satisfacerla antes que éste se lo pida.




Otra condición fundamental de la amistad es la mutua estimación,
ya que sólo cuando ésta existe le soportamos a un amigo la cruda sinceridad acerca de nuestros errores o defectos, y él, a su vez, nos la soporta a nosotros sin que sufra menoscabo la amistad mediante. “Aceptamos todo de quien nos quiere y nos admira, porque una reprimenda suya no nos hace perder la confianza en nosotros mismos”. 

Louis Bouilhet le hacía a Flaubert las críticas más
severas, y no lo lastimaba, porque lo consideraba un maestro y Flaubert lo sabía.




También debe haber entre los amigos una confianza sin reservas que permita la confidencia con base en la discreción. Por otra parte, debemos defender a nuestros amigos en todas las circunstancias, no tratando de ocultar la evidencia, puesto que ellos no son santos y pueden, por lo tanto, haber cometido errores, sino afirmando valientemente la estimación que en el fondo merecen.

Maurois analiza, de manera particular, los dos siguientes casos de
amistad: la amistad entre mujeres y la amistad entre hombre y mujer.

Sobre el primer caso, sostiene que dos mujeres sí pueden llegar a ser
verdaderas amigas, sobre todo en la adolescencia, edad en la que la
amistad toma características de verdadera pasión, lo que casi no ocurre entre los muchachos. Esta amistad entre jovencitas encierra una alta dosis de mutua complicidad, pues las jóvenes amigas suelen guardarse gran número de ruborizantes secretos y encubrirse múltiples faltas, principalmente contra sus respectivas familias. Cuando llega el matrimonio, la amistad entre mujeres tiende a desaparecer, algunas veces por cierto tiempo, y otras, definitivamente; por cierto tiempo, cuando el matrimonio es un fracaso, y definitivamente, cuando es exitoso. 

Cuando el matrimonio resulta ser un fracaso, resurge la amistad femenina y, con ella, su inseparable complicidad, esta vez, no contra la familia, sino contra el marido. Por lo demás, la amistad de dos mujeres fenece casi siempre que se presenta la situación en que ambas se enamoren de un mismo hombre. Muy rara es la mujer que tiene la suficiente estructuración mental, espiritual y moral para contemplar, impasible y sin resentimiento, la felicidad de otra mujer junto a un hombre a quien ella hubiera podido amar gustosa e intensamente. 

Sin embargo, todos estos inconvenientes no logran hacer absolutamente imposible la amistad interfemenina.

En cuanto al caso de amistad entre hombre y mujer, Maurois sostiene que también es posible, pese a que frecuentemente se ha negado esta clase de relación. Quienes niegan la amistad masculino-femenina arguyen que es imposible separar de ella la sensualidad y el deseo, y que, si se separasen, la mujer se sentiría tal vez humillada. Por lo tanto, subordinan este tipo de amistad a determinadas condiciones, como las siguientes: cuando el hombre o la mujer son de espíritu demasiado débil y pusilánime, hasta el punto de no lograr despertar el uno en el otro sino, precisamente, la voluntad de tomarle como amigo o amiga; cuando ambos son viejos, pues suelen los ancianos, una vez que han dejado atrás 
la edad del amor, refugiarse en la amistad; cuando por lo menos uno de los dos es viejo, aunque en este caso la amistad es unilateral, puesto que la persona vieja lo que sentirá hacia la joven no será otra cosa que un amor infortunado, no correspondido, y, por último, cuando el hombre y la mujer han sido amantes y luego deciden hacerse amigos, lo cual se les facilita, porque, agotada la mutua sensualidad, quedan como inmunizados, pudiendo construir entonces una verdadera amistad.

Estos condicionales casos de amistad, considerados por quienes no
admiten que la misma se dé, de una manera real y sincera, entre un
hombre y una mujer en circunstancias normales de espíritu y de edad, no constituyen, según Maurois, verdaderas amistades, sino más bien especies de “amistades amorosas”. Contra tales argumentos, André Maurois sostiene que sí es posible la amistad masculino-femenina en condiciones ordinarias, y que es una idea singularmente estrecha concebir las relaciones entre el hombre y la mujer tan sólo bajo el aspecto del deseo. Estima, incluso, que el intercambio intelectual entre hombres y mujeres no solamente es posible, sino que a veces resulta más fácil que entre hombres, como en el caso, citado por Goethe, en que, durante la adolescencia, a la niña le gusta aprender y al muchacho enseñar.

De igual manera, un trabajo común introduce en la vida matrimonial un elemento de estabilidad, “suprime los ensueños peligrosos y disciplina la imaginación, reduciendo el tiempo de las distracciones”, de tal suerte que muchos matrimonios felices llegan, con el tiempo, a convertirse en verdaderas amistades, con los bellos rasgos de estimación y comunión espiritual que a la amistad distinguen.

Finalmente, también fuera del matrimonio no es absolutamente
imposible que un hombre y una mujer lleguen a ser amigos,
convirtiéndose, como tales, en confidentes seguros y preciosos.



Por Lácides Martínez Ávila