jueves, 2 de mayo de 2013

LA AMISTAD SEGÚN ANDRÉ MAUROIS




                                                 
“La amistad, no he dejado nunca de 

creerlo, es un espejo, en el 

que nos reflejamos para

identificarnos con alguien”

Luis Eduardo Consuegra.



La amistad, que se define como un lazo permanente entre personas,

sobre la base del amor y la recíproca estima, ha merecido, desde los

tiempos antiguos, la atención de los hombres de pensamiento. 

Así vemos que Cicerón, en su diálogo “Lelius sive amictia”, dice: “Es muy cierto lo que he oído a nuestros viejos que oyeron de otros, que acostumbraba decir Arquitas Tarentino que sí alguno subiese a los cielos y claramente viese la naturaleza del mundo y la hermosura de las estrellas, no tendría mucho gusto en tan admirables cosas, las cuales le darían un gozo infinito si tuviese a otro a quien contárselas. Así la naturaleza no apetece la soledad y siempre busca ciertos como arrimos, que cuando lo es un grande amigo, es la delicia más grande de la vida”.


Ya antes, Platón, Aristóteles, Empédocies y otros notables pensadores habían expuesto, de una u otra forma, sus ideas acerca de la amistad. 

En épocas menos lejanas, este concepto ha contado con juicios importantes, como los de Montaigne, Shakespeare y Voltaire, entre otros, cada uno de los cuales con sentido propio. 

Contemporáneamente, uno de los análisis más claros y agudos que se han hecho sobre la amistad es el formulado por el escritor francés André Maurois en su corta colección de ensayos

“Sentimientos y costumbres”, y el cual se expone a continuación.

Dice Maurois que, a diferencia de los sentimientos familiares, cuyo
fundamento son los instintos, la amistad se funda en la inteligencia, en la raciocinación. El amor que sentimos hacia nuestros padres o hacia nuestros hermanos es de carácter congénito y natural; 

lo experimentamos sin siquiera pensar en él. En cambio, el afecto que sentimos por una persona ajena a nuestra sangre es producto del análisis y la elección.

Los lazos de amistad son imprescindibles para la vida de una sociedad.

Sin ellos, no habría armonía ni estabilidad en ninguna colectividad
humana. La amistad ofrece soluciones y protección a aquellas personas que, aunque están casadas, se sienten solas, incomprendidas o desadaptadas conyugalmente. Pero, además, conviene también a las personas que no tienen problemas en su vida familiar: a los cónyuges que se aman profunda y lealmente, a los hijos de hogares normales, en fin, a todos los miembros de la familia, por armoniosa que ésta sea.

Ello es así, porque casi siempre el hogar no es ambiente propicio para expresar totalmente nuestros sentimientos. Suele suceder que las cosas que más nos angustian no nos atrevemos a contarlas en el seno de nuestro hogar, lo cual se explica por el hecho de que los lazos familiares son de carne y no de espíritu.

Todas esas cosas que se callan en el hogar envenenan las almas, como los gérmenes patógenos, en una herida, envenenan los tejidos. Por eso tenemos necesidad de contarlas a alguien, bien sea que, al hacerlo, recibamos y aceptemos algún consejo, o no.

El nacimiento de la amistad es lento y precario. Al principio, es como una planta tan escuálida que se teme que cualquier amor sembrado junto a ella la ahogue. A veces, el lazo de la amistad surge de modo natural, como, por ejemplo, cuando notamos en alguien cualidades excepcionales, o cuando una sonrisa, unas palabras o una acción nos revelan un espíritu análogo al nuestro. Pero, salvo casos de excepción, los lazos así nacidos no suelen ser permanentes, necesitándose, si se quiere que lo sean, una disciplina. Del mismo modo como el amor, para su permanencia, requiere de una norma disciplinaria, que es el matrimonio, la amistad también requiere de un ambiente que la discipline y que propicie su durabilidad, como puede ser el colegio, el sitio de trabajo, el regimiento o la vida de abordo, entre otros.

Sin embargo, estas amistades formadas al azar no siempre resultan ser amistades verdaderas, por lo que se requiere de una elección más libre y minuciosa. Cuando se descubren grandes virtudes en otra persona, es el momento indicado para darle riendas sueltas a nuestro sentimiento de amistad. Empero no todas las personas se atreven a hacer esto, muchas veces porque no son capaces de aceptar con noble resignación semejante superioridad moral, y otras veces porque le temen al juicio que de ellas pueda formarse un espíritu tan penetrante, prefiriendo, más bien, entablar trato con personas de menos rango y exigencia.

Se facilita la amistad entre dos personas de distintos niveles culturales cuando la que es considerada superior da muestras de ternura o de debilidad que proporcionen confianza a la persona inferior, haciéndola olvidarse de su condición humilde. “No se ama nunca tiernamente a aquellos de quienes no puede uno sonreírse”, dice textualmente Maurois.

Hay en la perfección absoluta una especie de inhumanidad que tiende a adormecer el alma y el corazón, y que impone el respeto por la admiración, pero a costa de alejar la amistad, porque desanima el hecho de comprobar la propia humildad. De ahí que agradezcamos tanto a una persona eminente que se digne favorecernos con sus palabras o gestos amables y humanos.

Es importante no confundir la amistad con otros tipos de relaciones, 
como la simple camaradería. Mientras la amistad es un sentimiento muy grande, la camaradería es una relación más vulgar y menos completa. 

La Rochefoucauld dice que lo que los hombres llaman amistad no es más que un acomodo recíproco de intereses, un intercambio de favores. 

Nada más alejado de la amistad que esto, en opinión de André Maurois, quien conceptúa, enfáticamente, que la amistad no es un comercio. Jamás debemos considerar amigo, estima Maurois, a aquel que nos busca solamente cuando necesita un favor de nosotros y que, una vez concedido éste, se aleja sin volver a recordarnos. Por supuesto, es difícil a veces reconocer cuándo alguien se nos acerca interesadamente, porque a menudo se utilizan, en tal sentido, artimañas demasiado astutas, como en el caso en que el marido le dice a la mujer: “Sé muy amable con N...”.

“Por qué? —contesta ella—. Es impertinente, y no necesitamos de él’’.

“No eres inteligente —argumenta el marido—. Le necesitaré cuando vuelva a ser Ministro, lo cual sucederá más tarde o más temprano, y entonces agradecerá más las amabilidades que con él hemos tenido cuando no estaba en el poder”.

La amistad no se compagina con semejantes procederes, sin que ello quiera decir que dos amigos no puedan hacerse favores; lo que sucede es que, cuando esto ocurre, quien hace el favor lo olvida, y, si lo recuerda, no le concede la menor importancia. Todo esto equivale a decir que una de las particularidades esenciales de la amistad es el desinterés absoluto en los favores; es más, todo amigo tiene como deber tratar de adivinar o descubrir la necesidad del otro y poner cuanto esté a su alcance para satisfacerla antes que éste se lo pida.




Otra condición fundamental de la amistad es la mutua estimación,
ya que sólo cuando ésta existe le soportamos a un amigo la cruda sinceridad acerca de nuestros errores o defectos, y él, a su vez, nos la soporta a nosotros sin que sufra menoscabo la amistad mediante. “Aceptamos todo de quien nos quiere y nos admira, porque una reprimenda suya no nos hace perder la confianza en nosotros mismos”. 

Louis Bouilhet le hacía a Flaubert las críticas más
severas, y no lo lastimaba, porque lo consideraba un maestro y Flaubert lo sabía.




También debe haber entre los amigos una confianza sin reservas que permita la confidencia con base en la discreción. Por otra parte, debemos defender a nuestros amigos en todas las circunstancias, no tratando de ocultar la evidencia, puesto que ellos no son santos y pueden, por lo tanto, haber cometido errores, sino afirmando valientemente la estimación que en el fondo merecen.

Maurois analiza, de manera particular, los dos siguientes casos de
amistad: la amistad entre mujeres y la amistad entre hombre y mujer.

Sobre el primer caso, sostiene que dos mujeres sí pueden llegar a ser
verdaderas amigas, sobre todo en la adolescencia, edad en la que la
amistad toma características de verdadera pasión, lo que casi no ocurre entre los muchachos. Esta amistad entre jovencitas encierra una alta dosis de mutua complicidad, pues las jóvenes amigas suelen guardarse gran número de ruborizantes secretos y encubrirse múltiples faltas, principalmente contra sus respectivas familias. Cuando llega el matrimonio, la amistad entre mujeres tiende a desaparecer, algunas veces por cierto tiempo, y otras, definitivamente; por cierto tiempo, cuando el matrimonio es un fracaso, y definitivamente, cuando es exitoso. 

Cuando el matrimonio resulta ser un fracaso, resurge la amistad femenina y, con ella, su inseparable complicidad, esta vez, no contra la familia, sino contra el marido. Por lo demás, la amistad de dos mujeres fenece casi siempre que se presenta la situación en que ambas se enamoren de un mismo hombre. Muy rara es la mujer que tiene la suficiente estructuración mental, espiritual y moral para contemplar, impasible y sin resentimiento, la felicidad de otra mujer junto a un hombre a quien ella hubiera podido amar gustosa e intensamente. 

Sin embargo, todos estos inconvenientes no logran hacer absolutamente imposible la amistad interfemenina.

En cuanto al caso de amistad entre hombre y mujer, Maurois sostiene que también es posible, pese a que frecuentemente se ha negado esta clase de relación. Quienes niegan la amistad masculino-femenina arguyen que es imposible separar de ella la sensualidad y el deseo, y que, si se separasen, la mujer se sentiría tal vez humillada. Por lo tanto, subordinan este tipo de amistad a determinadas condiciones, como las siguientes: cuando el hombre o la mujer son de espíritu demasiado débil y pusilánime, hasta el punto de no lograr despertar el uno en el otro sino, precisamente, la voluntad de tomarle como amigo o amiga; cuando ambos son viejos, pues suelen los ancianos, una vez que han dejado atrás 
la edad del amor, refugiarse en la amistad; cuando por lo menos uno de los dos es viejo, aunque en este caso la amistad es unilateral, puesto que la persona vieja lo que sentirá hacia la joven no será otra cosa que un amor infortunado, no correspondido, y, por último, cuando el hombre y la mujer han sido amantes y luego deciden hacerse amigos, lo cual se les facilita, porque, agotada la mutua sensualidad, quedan como inmunizados, pudiendo construir entonces una verdadera amistad.

Estos condicionales casos de amistad, considerados por quienes no
admiten que la misma se dé, de una manera real y sincera, entre un
hombre y una mujer en circunstancias normales de espíritu y de edad, no constituyen, según Maurois, verdaderas amistades, sino más bien especies de “amistades amorosas”. Contra tales argumentos, André Maurois sostiene que sí es posible la amistad masculino-femenina en condiciones ordinarias, y que es una idea singularmente estrecha concebir las relaciones entre el hombre y la mujer tan sólo bajo el aspecto del deseo. Estima, incluso, que el intercambio intelectual entre hombres y mujeres no solamente es posible, sino que a veces resulta más fácil que entre hombres, como en el caso, citado por Goethe, en que, durante la adolescencia, a la niña le gusta aprender y al muchacho enseñar.

De igual manera, un trabajo común introduce en la vida matrimonial un elemento de estabilidad, “suprime los ensueños peligrosos y disciplina la imaginación, reduciendo el tiempo de las distracciones”, de tal suerte que muchos matrimonios felices llegan, con el tiempo, a convertirse en verdaderas amistades, con los bellos rasgos de estimación y comunión espiritual que a la amistad distinguen.

Finalmente, también fuera del matrimonio no es absolutamente
imposible que un hombre y una mujer lleguen a ser amigos,
convirtiéndose, como tales, en confidentes seguros y preciosos.



Por Lácides Martínez Ávila








No hay comentarios:

Publicar un comentario