Muchas personas sufren porque están con otro. Muchas padecen porque no lo están. Las que sufren en pareja suelen decir, muchas veces, que más temen a la soledad. O se aferran a la esperanza de que otro u otra cambiará. O, aunque nada lo evidencie, hay quienes insisten en que ese otro u otra los ama. “ Yo sé que me ama aunque no lo demuestre” es una frase muy habitual.
Los que no acaban de encontrar la pareja soñada temen a menudo el sufrimiento de la decepción o el dolor del rechazo. Y también se atormentan, una y otra vez, al comprobar que la persona que al principio se parece al ideal buscado empieza a desdibujarse día a día, acto a acto, palabra a palabra. O llegan a deprimentes conclusiones del tipo “no hay hombres o es imposible encontrar una mujer que me entienda”. Por presencia o por ausencia, parece que vivir con otro es una quimera, la utopía amorosa que nos ha sido negada, el paraíso perdido para siempre. Si semejante peso adquiere tanto la silueta del compañero como su vacío, algo debe de haber en la convivencia que persiste e inquieta hasta no ser desentrañado. A la pregunta ¿para qué vivir con otro?, hay infinitas respuestas. Entre ellas:
Para abandonar la soledad.
Para formar una familia.
Para compartir experiencias y vivencias.
Para multiplicar gozos.
Para dividir dolores.
Para sentirse acompañado.
Para concretar proyectos postergados.
Para ser madre. Para ser padre.
Para envejecer junto a alguien.
Para recuperarse de una mala experiencia anterior.
Para ordenar la vida sexual. Para ordenar la vida.
Para hacer cosas por alguien.
Para sentirse atendido.
Para tener a quien dedicar los propios esfuerzos.
Para ser reconocido.
Cada uno podrá añadir sus propias razones. ¿Es suficiente cualquiera de estos motivos para justificar la vida con otro? Sí. Y no. Sí porque cada uno de estos argumentos es deseable, legítimo y aceptable. No llegan, sin embargo, a justificar por sí mismos, la búsqueda de una pareja.
Si reflexionamos con atención, veremos que cada una de las razones mencionadas son medios, pero no fines. Después de mencionar cualquiera de ellas, cabe la pregunta ¿para qué? ¿Para qué ser madre o padre? ¿Para qué abandonar la soledad? ¿Para qué hacer cosas por otro?. Cuando al interrogante ¿para qué? le sucede una réplica como: “Para sentirme pleno”, “Para sentirme en paz”, “Para estar en armonía conmigo y con el mundo”, “Para dar significado a mi vida” esto cambia. Estas sí son razones últimas. No hay un para qué en ellas. Son razones de ser. No se busca armonía para otra cosa, no se espera plenitud para algo más.
Muchas veces la búsqueda de la pareja, se apoya en razones transitivas. Entonces, vivir en pareja pasa a ser un medio. Aspiro a estar en pareja porque eso me permitirá formar una familia y de esa manera mi vida adquirirá sentido. Quiero encontrar una pareja que me ame, porque eso me hará sentir reconocido y así podré alcanzar la paz interior. Si lo que busco es la plenitud, la armonía, la paz, el sentido, la felicidad, la pareja no es todo eso, sino uno de los caminos posibles hacia tal fin. La pareja es un camino hacia un destino. Camino y destino no son lo mismo.
La confusión entre “camino y destino” es generadora de sufrimiento espiritual y de dolor psíquico. Cuando convierto pareja en sinónimo de plenitud, armonía, paz, sentido o felicidad, empiezo a transitar por una zona de peligro. El encuentro con cierta persona, una vida amorosa en común que cumpla ciertas condiciones, la construcción cotidiana de una convivencia que armonice diferencias, un trabajo de complementación, pueden hacer de la vida con otro un sendero posible, deseable y valioso que nos lleve a las razones últimas. Y éstas son algo en sí, no son ni sinónimos de pareja ni trampolines a estados ulteriores.
La creencia de que pareja y razones últimas son equivalentes suele expresarse bajo la forma de empecinamiento “yo voy hacer que me quiera”, obsesiones “no importa que su modo de ser me haga sufrir, yo lo/la quiero igual”, fantasías “es la persona ideal, la que siempre soñé, y no descansaré hasta que esté con ella”, idealizaciones “no importa lo que diga o haga ni lo que me digan, yo no le veo defectos”, ilusiones “somos dos almas gemelas, nacidos el uno para el otro”, negaciones “me maltrata, sí, pero en parte es por mi culpa, yo sé que no quiere hacerlo y que me ama”, con sus secuelas de incomprensión, frustración, impotencia, desesperación, dolor, y a veces, depresión.
Hay más de un camino para llegar al destino que nos proponemos. Diversas sendas pueden conducir a la armonía, a la plenitud, la paz, al sentido de la propia existencia o la felicidad. En cada una de esas sendas hay diferentes aspectos, capacidades y recursos de nosotros mismos. Al comprender que la convivencia con una persona amada es uno de los caminos posibles, ese camino se hace más rico, flexible y más sustentador. Que no sea un recurso extremo y desesperado, como si fuese la ruleta de la suerte. Cuando menos me obsesiona formar una pareja a cualquier coste, mejor preparada estoy para construir una convivencia con sentido y significado.
El camino estará habilitado o no, fácil o peligroso, y acabaré contento, impotente, frustrada o satisfecha, pero a lo largo del viaje, resulta que el camino es más importante que el destino. El camino es importante si conozco el destino.
El enamoramiento es una etapa necesaria e inevitable en la construcción del amor. Pero el enamoramiento no es el amor, ni lo garantiza. Es una fase en la cual las similitudes permiten que dos personas (desconocidas) se acerquen, superen la desconfianza y el extrañamiento, y estén en el mismo espacio procurando conocerse. Todo ocurre alrededor de una ilusión creada por las semejanzas; la ilusión de que la otra persona, es la que necesitaba, mi ideal. El camino que lleva del enamoramiento al amor es también el camino que conduce de la ilusión a la realidad, de imaginar cómo es esa persona, a saber. Amar es conocer. Y cuanto más conozco a la persona que amo, más me doy cuenta que ella es diferente a mí, que no es mi sombra. El amor se va gestando en el conocimiento de todo aquello que hace que yo no sea él, que él no sea yo y que no seamos sustituibles en el vínculo que nos relaciona.
La lista de nuestras afinidades es relativamente breve. Si sólo dependiéramos de ellas para convivir en el amor, penderíamos de un hilo. Pero el abismo de las diferencias no sólo es ancho, sino que se ensancha. Es más lo que tenemos de diferentes que de iguales, y sobre esa disparidad hemos construido el edificio de nuestra vida en común. En este gran aprendizaje en el camino del amor, se ejercita la escucha, para oír y entender lo que nos comunica, la mirada, en la que ves y observas al otro tal y como es y no como nos gustaría que fuera, la palabra, para preguntar y no esperar ni exigir que nos adivine lo que no decimos, y la aceptación, para tomar lo que miramos, escuchamos y lo que se nos da con el espíritu abierto y dispuesto a dar por bueno lo diferente. La aceptación bien entendida, no como resignación ni como simple tolerancia, sino comprender que las diferencias no son injustas para ninguno, sino que acercan y abren espacios; si las diferencias, dejan a alguien en un lugar desfavorable, debilitan y alejan. No estamos obligados a vivir con estas últimas.
Construir una relación entre dos es, tender un puente de amor entre las diferencias. Cuando lo que más me gusta de la otra persona es algo que no tengo y que a él también le gusta de sí, y cuando lo que más le gusta de mí es algo que él no tiene y que a mí me gusta también, las diferencias empiezan a unirnos. Pero si en cambio envidio algo de él algo que no tengo o él envidia de mí algo que no tiene, las diferencias nos alejarán y hasta nos enfrentarán. La envidia es, en realidad, la dolorosa imposibilidad de aceptar una diferencia. No creo que sea buena ni mala, sólo es disfuncional para un vínculo.
Como he dicho antes, la envidia es no aceptar una diferencia. Sea por la excesiva independencia de tu pareja, en la cual te sientes apartada y hasta rechazada, por no reconocer que ese aspecto también está en mí, y mi vida se disfraza de prejuicios, incomprensión, creando conflictos, y desacuerdos que poco a poco van atentando a la armonía. Qué importante una vez que estos sentimientos se declaran, sea el momento para esclarecerlos en el interior de una misma. Si algo me ha enseñado y nutrido en mi relación de pareja, lo primero ha sido la expresión de mis sentimientos hacia la otra persona, y la expresión de los suyos hacia mí. El tener una persona a tu lado que expresa, escucha y mira lo que hay dentro del vínculo, acompañando en momentos que te cuesta decidir algo importante sea relacionado con hijos, trabajo, familia… es un gran potencial de oxigeno para tu mente y tu alma.
Vivir con otro es, en definitiva, compartir el camino con alguien que no está hecho a imagen y semejanza de mis necesidades y expectativas, y que, por eso mismo, me ofrece la oportunidad venturosa de construir un vínculo real entre dos seres reales, a salvo de los estrechos carriles de la ilusión.
Como cualquier otro grupo, un equipo afectivo tiene una razón de ser, se constituye algo. Los equipos que alcanzan el éxito son aquellos cuyos integrantes recuerdan de manera permanente que sus objetivos individuales y los del conjunto tienen una esencia en común. Así ocurre en deportes, negocios, orquestas, en las organizaciones de todo tipo. Cuando un componente del todo cree que el conjunto es sólo un medio para que él destaque o alcance metas personales (más allá de que éstas sean concordantes con las del resto) el equipo empieza a resquebrajarse, el fin común comienza a verse desdibujado. Durante los doce años que formé un equipo con mi pareja en un negocio familiar, pude comprobar como una buena actuación personal era más gratificante si coincidía con el buen hacer del equipo y con su éxito. Y como esa misma tarea perdía relevancia e intensidad emocional si coincidía con un hacer pobre del equipo.
Cuando formamos una pareja estamos invirtiendo en esa sociedad nuestro capital más sensible y valioso: el capital afectivo. Elegimos hacerlo con alguien a quien queremos, en quien confiamos como compañero de ruta existencial, con quien aspiramos a la concreción de sueños, proyectos o esperanzas. Ambos miembros de la pareja están en una actitud similar, más allá de la intensidad del compromiso inicial.
Se tienen desavenencias cuando se difiere en el cómo hacer las cosas, pero este desacuerdo espinoso y difícil, contempla una oportunidad de aprendizaje común, en cómo zanjar diferencias sin que afecte a la convivencia. Un desacuerdo no significa que una persona esté equivocada y la otra tenga razón, sino que piensan diferente o tienen objetivos distintos. Si creemos que la pareja es indisoluble, esta creencia tratará de zanjar la discordia sea como sea, bien sea por el camino de la descalificación, de la imposición o de la resignación. Esto deja heridas graves y resentimientos.
Una pareja es una sociedad disoluble. Nada nos obliga a permanecer en un vínculo donde no hay un bien o un fin común. Podemos evolucionar y crecer a ritmos diferentes, con necesidades distintas. Si ocurre mientras marchamos en la misma dirección, habrá posibilidades de que los ritmos
y las necesidades de cada uno sean tenidos en cuenta, de que generen consensos, y de que se acoplen. Si no, el desacuerdo sólo producirá más desacuerdo.
Cuanta más necesidad de tenerlo todo bajo control, menos permitimos que aparezca lo que nos sorprende.
Cuanto más rechazo sentimos por lo que sucede, menos lo entendemos.
Cuantos más asuntos pendientes tenemos sin acomodar, menos dispuestos estamos a dejar entrar cosas diferentes.
Cuanto más nos concentramos o focalizamos en una cosa, menos caminos alternativos se cruzan a nuestro paso.
Cuanta más rigidez en el análisis, menos creatividad en la interpretación.
Cuanto más ruido y voces internas, menos posibilidad de que se escuche el susurro de lo intuitivo.
¿Para qué estamos juntos? Es una pregunta clave. Responderla es una parte esencial del trabajo amoroso. A veces tememos preguntarnos esto, cada uno a sí mismo y cada uno al otro. Pero sin embargo, la respuesta será siempre saludable, porque se hace más fecunda la convivencia, el tránsito conjunto, en definitiva, el amor, ya sea porque permitirá disolver, entendiendo las razones y con menos resentimiento, una sociedad que acaso no tenga, o haya perdido, sus razones de ser.
Cada vez que el equipo puede recordar en conjunto las razones primordiales de su existencia, se pone a sí mismo en condiciones de organizarse, de auto-asistirse y de actuar en función a ellas. Deja sentados, recobra o fortalece, de ese modo, sus fundamentos amorosos.
En mi sociedad afectiva, en la cual hemos recorrido un camino no exento de dificultades, uno de los fines comunes ha sido obrar desde la independencia personal. Cuidando el propio yo sin menoscabar el yo del otro, aportando a la convivencia desde el manejo de la propia vida de cada uno. Complementándonos ya que uno es más activo y otro más pasivo, o más sociable o más retraído, aceptándonos tal y como somos y beneficiándonos de las características de cada uno, si uno es más irreflexivo lo compensa con la cordura del otro. Si uno es pesimista en un momento determinado como disminuye el malestar con los argumentos positivos del compañero. Aceptando las diferencias sin empeñarse en que el otro vaya incondicionalmente a su terreno.
Khalil Gibran nos recuerda unos versos:
Permaneced juntos, pero no demasiado juntos.
Porque los pilares sostienen el templo, pero están separados.
Y ni el roble crece bajo la sombra del ciprés, ni el ciprés bajo la del roble.
Es un trabajo en común. Años de convivencia, tolerancia, amor compartido, nunca a costa del otro o de su crecimiento. Siempre desde la libertad.
Autor:
Arantza Larraza.