sábado, 4 de mayo de 2013

Vivir con otro no significa sufrir con otro.



Según un viejo refrán, es mejor estar solo que mal acompañado. No todos los refranes son sabios. Algunos son sólo ingeniosos, otros contradictorios y hasta hay ciertos dichos verdaderamente temibles – por ejemplo: “el pueblo nunca se equivoca.” “Mejor solo que mal acompañado es, a mi juicio, un refrán sabio, que ha sido desvirtuado hasta el punto en el que hoy muchas personas lo convierten, a través de sus actitudes y decisiones, en “mejor mal acompañado que solo”. Por lo que observo, escucho y percibo, hay pocas fuentes tan poderosas de sufrimiento como un vínculo

inadecuado y disfuncional. Durante sucesivas generaciones, ese tipo de lazos se sufrió sin conciencia o sin derecho –interno y externo- a manifestar el dolor, el resentimiento, la postergación, la ira o, finalmente, la infelicidad que causaba. “Hasta que la muerte nos separe”, rezaba la faja de seguridad que impedía cuestionar una relación, su dinámica, su existencia.

Esto era el fruto lógico de una ideología según la cual la razón última de una pareja no era la realización amorosa de sus integrantes, sino el cumplimiento con cierta formalidad que protegiera otros objetivos y mandatos, como mantener el orden social, asegurar el destino de los patrimonios familiares y garantizar la descendencia y continuidad de la especie. De amor, claro está, ni hablar. Y de elegir, todavía menos.

En este contexto, el amor era un ideal a menudo subversivo. Cuando se filtraba, alteraba el orden y provocaba tragedias. La imposibilidad del amor, sus obstáculos, se fueron convirtiendo en valores. Por una parte se creó la idea de que, sólo avalado por la imposibilidad y el sufrimiento, un amor era verdadero y grande; por otro lado, un amor de ese tipo tenía siempre un precio que pagar. Así, el engranado funcionamiento de un sistema de valores, convirtió el encuentro amoroso, el amor como savia de los vínculos, en una lejana y, con frecuencia, dolorosa utopía.

Este paradigma echó raíces en la conciencia colectiva hasta tal punto que todavía hoy se considera vigente. Hay una cantidad de hombres y mujeres empecinados en la consagración de un ideal amoroso a través de la pareja inadecuada. Sufren maltratos físicos o emocionales, menosprecios, desvalorizaciones, son ignorados, desatendidos, ridiculizados y, aun así, persisten. Están convencidos de que el otro/la otra va a cambiar, y que un día despertará y será la persona que, con sus actos, palabras, gestos, pensamientos y actitudes, los hará felices tal y como sueñan. O, saben que su esperanza es inútil, pero, de todas las maneras, no se conciben a sí mismos sin esa amplía e ilumina el mundo, se convierte en una especie de monocultivo pobre y oscuro.

En un tiempo que se supone distinto al de nuestros padres y abuelos, en épocas de una muy valorizada libertad interior y personal, nos encontramos con personas prisioneras de una concepción precaria del amor. Hay una confusión en ellas entre el amor como fin, y el medio a través del cual concretar dicho fin. De esta manera, lo que empieza siendo una búsqueda de la felicidad termina en el encuentro de la infelicidad. Hay quienes lo llaman karma, destino o enfermedad. Es una forma precaria e infructuosa de alcanzar un objetivo noble: el de amar y ser amado. Y los conceptos antes mencionados logran, en este caso, hacer olvidar ese objetivo, valorizarlo o descalificarlo. Es un modo de anular el amor, como en generaciones precedentes, aunque esta vez en nombre de él mismo. Mi necesidad válida de amar y ser amado me lleva a estar con alguien en quien no puedo sembrar amor y de quien no lo recibo.

Cuando las diferencias antagónicas o incompatibles son las que predominan en la pareja, lo más inteligente, antes que persistir en unir lo que no se une, es buscar un modo resolutivo de separarse. Disolver el vínculo de tal manera que cada ex-integrante quede de frente a su propia búsqueda, a su camino, sin olvidar, que hay muchos caminos. Esto es mejor que, quedar anclado en resentimientos, en reproches amontonados hacia aquella persona que no pudo, no supo o no quiso ser el que debía ser para que las cuentas amorosas cuadraran.

Aunque cueste aceptarlo, no hay una persona que le destruye los sueños o le roba e tiempo o le hace perder los mejores años de su vida a otra. Pero lo cierto es que los acuerdos o los desacuerdos se forjan con otro. El que acusa de ladrón, de destructor o de arruinador, acaso necesite preguntarse qué hacía él/ella mientras tanto. ¿No estaba allí? Esto no es para flagelarse, sino para convertirlo en una experiencia de aprendizaje y de transformación futura. “Mejor bien acompañado que solo en compañía”.

El transcurso de separarse, con lo que tiene de doloroso, puede ser un proceso de potenciación y preparación de recursos emocionales y existenciales, para encarar mejor asentado y centrado los próximos pasos de la vida.

Si se puede resolver con este espíritu, una separación acaso brinde a dos personas que no pudieron encontrar el modo de estar juntas, la reparadora oportunidad de ser cooperativos en la despedida. Cada uno puede ayudar al otro a internarse en un camino de recuperación y de reencuentro consigo, de reorientación en sus objetivos vitales.

Ayudarse en la despedida –en vez de provocar en el otro/a heridas póstumas o de dañarlo para que nunca se olvide de mí-, actuar desinteresadamente en un proceso compartido es, también, un acto de amor. Quizás el único, o el último, posible entre esas dos personas.




Autora:

Arantza Larraza.



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